Nunca
fui amigo de Bertico porque lo era de su hermano Gabi. Aunque se quería
muchísimo, eran como Abel y Caín, pero sin el odio a muerte. Porque cuando se
tiene menos de 20 años en un pueblo de provincia, se es bueno, infalible y
eterno.
Cuando
coincidíamos tratábamos de ser cordiales. Nos saludábamos con ese “heeeeeyyy”
que decimos los guajiros como si lleváramos un eco por dentro. Ni siquiera
recuerdo que compartiéramos un ron, que en el Paradero de Camarones es el punto
de partida de la camaradería.
Yo
ya militaba al bando de Gabi, eso impedía la cercanía que tuvieron con él otros
amigos comunes. Hace dos años, cuando volví al Paradero de Camarones, le pedí a
Diana que me acompañara a casa de mi maestra Estrella. Detesto dar pésames,
pero esta vez quería hacerlo.
—Gabi
y él eran como hermanos —le dijo a mi compañera, tratando de evitar mi mirada
todo el tiempo. Al parecer no quería que alguna lágrima empañara mi regreso.
Cuando
ya nos íbamos, llegó Bertico. Fue el primer y último abrazo que nos dimos.
—Qué
pasa, compay —me dijo.
—Qué
pasa, compay —le respondí.
Ya
en Santo Domingo, cuando le conté todo aquello a mi madre, profirió uno de sus
suspiros: “Al menos le queda ese hijo a la pobre Estrella —dijo compungida— ¡Tú
sabes lo que es perder al esposo y a un hijo!” (Mi madre tenía razón, cuando
Gabi y Bertico eran niños, su padre fue víctima de una resaca y cayó desde lo
alto del central Espartaco).
Uno
era la negación del otro hasta que la cirrosis los hizo coincidir en las
muertes. Cuando compartíamos los peores rones y oíamos las más trágicas
canciones, algo nos hacía creer que éramos eternos. ¿Qué hizo que las cosas
cambiaran, en qué punto cambió todo?
Encarnaban
el mito de Abel y Caín en un pueblo donde no hay espacio para una simbología
tan grande.
1 comentario:
Placer es pasar por estas paginas...Gracia amigo..está, como acostumbras, bien narrado y sabes que gusto de esas historias de pueblo.
Publicar un comentario