Calculo que fue un día de 1976. Mi
padre me llevó a casa de Daniel Peña, un amigo suyo que vivía en el valle de
Jibacoa, allá arriba, entre las lomas del Escambray. Era una hermosa residencia
con grandes terrazas, secaderos de café, despulpadora y almacenes. Todo ya estaba
abandonado, en apenas 17 años de revolución se había decretado su ruina.
Cuando estábamos en Manicaragua, le
conté a Diana de aquella mañana. Mi padre me había prometido una sorpresa y lo
consiguió. Cuando llegamos encontramos varios camiones, reflectores enormes, cámaras,
pantallas, sombrillas… En cuanto oscureciera, filmarían una escena de Río Negro, la película que Manuel Pérez hizo después de El hombre de Maisinicú.
He olvidado muchos detalles, pero
aún conservo el momento en que mi padre y Sergio Corrieri se dieron un abrazo. “Aquí
tienes a Alberto Delgado”, me dijo Serafín como quien regala un trofeo. El
actor me despeinó con una mano y se empinó una botella de ron con la otra.
En cuanto cayó la noche, la casa de
Daniel Peña se convirtió en un campo de batalla. Se hicieron dos tomas del
combate. La primera se dañó con los gritos de los espectadores (entre ellos
estaba yo, eufórico, alucinado). En la película la escena es muy breve, nunca
he logrado ver en ella todo lo que viví aquel día.
—Si estuvieran vivos —le dije a
Diana—, fuéramos con mi padre al Grupo de Teatro Escambray, en La Macagua, para que conocieras
a Sergio Corrieri. Ellos dos se abrazarían y el actor me despeinaría con una
mano y se empinaría una botella de ron con la otra.
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