Lo único que queda es una cicatriz
en el asfalto. Solo los más viejos saben a qué se debe. Para los que nacieron
después, les es difícil suponer que ese rastro, que atraviesa a la calle principal
de El Cristo, es el antiguo trazado del Ferrocarril Central. Lo que ahora es
una esquina cualquiera, igual de destruida que las demás, hace más de 30 años
era peligroso cruce a nivel.
Cuando conocí a Diana y le dije que
había pasado toda mi infancia en una estación de trenes, me hizo una historia
que siempre la pone melancólica y a veces la hace llorar. Una tarde, mientras caminaba por su padre por la Zona Colonial de Santo Domingo, se quedó paralizada. “¡Aquí huele a Cuba! —dijo tratando de descubrir de dónde salía aquella rara esencia.
Estaban justo al lado de un poste
del tendido eléctrico, de esos que embadurnan con alquitrán. El único olor que
recordaba de los cinco años que vivió en su patria era el de los travesaños del
ferrocarril. Todos los días, cuando salía del colegio, pasaba del brazo de su
madre por el crucero de la calle principal de El Cristo.
No recuerda ningún tren que no sea
el del viaje final a La Habana. Es muy probable que viera pasar muchos, pero
todos se le fueron de su cabeza. Como se le extraviaron también muchas otras cosas que
ahora solo intuye cuando sus padres hablan de aquella época.
Más de una vez la
he visto en Google Earth, buscando el lugar exacto. Lo único que queda es una cicatriz
en el asfalto. Pero ese rastro, que solo los más viejos saben a qué se debe, le
enseñó el camino de regreso, la hizo volver al lugar del que se la llevaron
cuando solo tenía cinco años y su
nostalgia aún estaba sin estrenar.
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