En la cocina de mis tíos Aramís y Miriam, cerca de Coral Gables,
encontré la mayoría de los olores que tenía la cocina de mi abuela Atlántida,
en la estación de ferrocarril del Paradero de Camarones. En verdad son
demasiados, desde el cilantro de las sopas hasta la vainilla negra de los
flanes.
Pero hay uno que predomina por encima de todos, que flota en
el aire como una nube espesa. A las once de la mañana, sin importar la época
del año ni el arribo de la más feroz tormenta, el aire de mi pueblo olía a comino. Ese mismo olor invade la casa de Aramís y Miriam a la
misma hora.
El café con leche y el pan con mantequilla del desayuno, los
frijoles negros y la cherna asada del almuerzo, la sopa de sustancia o el
cocido de la comida. Cada sabor, por breve que sea, me sienta de nuevo en la
mesa que había en el pasillo, entre la ventana del andén de Cumanayagua y la
escalera del patio.
Ayer por la tarde, lloroso por los efectos de la nostalgia y
el Jack Daniels, Aramís me contó sus últimos meses en Cuba. Aunque era un
perseguido que cumplía tres años de trabajo forzado en el campo, sentía una
seguridad indescriptible cada vez que regresaba a su casa y se sentaba junto a
su padre frente a un plato de comida.
Entonces entendí lo que me estaba pasando a mí mismo. Más
allá de todas las lejanías y pérdidas, la cocina de Aramís me había devuelto
aquella seguridad indescriptible que yo sentía, cada vez que volvía y me
sentaba a la mesa con Aurelio y Atlántida.
3 comentarios:
Uhmmmm! Que rico se come en esa casa. Yo me quedo en esa cocina.
Camilo, creo que no nos conocemos personalmente pero sigo con entusiasmo tu blog. Gracias por este magnifico texto. Si me lo permites, lo comparto en Facebook con mis amigos.
Un abrazo,
Miguel Sirgado
Marcel Proust sabía de lo que hablaba, Camilo.
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