Hay una escena de Memorias
del subdesarrollo donde los que se van de Cuba no se oyen. Todo lo que
dicen resulta inaudible del otro lado de la pecera del aeropuerto. Por más que
se esmeran en hacerse entender, solo consiguen que sus interlocutores se encojan
de hombros.
En el restaurante Versailles, uno de los íconos del exilio
cubano en Miami, se pueden reencontrar muchos de aquellos personajes. Algunos,
incluso, conservan intactos los trajes, el maquillaje y los peinados. Es como
si el avión los hubiera dejado allí 50 años después.
El único cambio notable es que esta vez se está del mismo lado
de las voces. Las conversaciones se escuchan claramente. Incluso los que están
en las mesas más alejadas se dejan oír. Los mudos de la pared transparente allí
tienen sonido y se ven en colores.
Esos rostros atemporales bastan para responder algunas de
las interrogantes que se hizo, en 1967, el protagonista de la película. Es
tanta la vigencia de la obra de Tomás Gutiérrez Alea, que muchos de sus
personajes no cesan de interpretar el papel que les asignó su circunstancia.
Aun en contra de su voluntad, permanecen dentro del filme,
como si estuvieran esperando a que Sergio los mire por el telescopio.
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