Cuando el avión de Copa tomó altura sobre Rancho Boyeros,
Cuba se empezó a quedar allá abajo. Aún sin abandonar la periferia habanera, ya
era visible la costa de Batabanó. Rincón, Bejucal y San Antonio de los Baños se
acercaron tanto que se podían tocar con la punta de un mismo dedo.
Los círculos inútiles de las máquinas de regadío le aportaban
una extraña geometría a los campos abandonados. Las escuelas en ruinas se veían
como fantasmas en un escenario que ya no les corresponde, que comienza a rechazar
su permanencia.
El piloto nos puso al tanto de la altitud, del tiempo de
vuelo hasta Ciudad de Panamá y de la temperatura que encontraríamos al llegar. Como
teníamos tiempo suficiente, comenzamos a pasar las fotos y los videos que nos
llevábamos en la memoria de la cámara.
Compartiendo los mismos audífonos, volvimos a oír casi todas
las canciones que Carlos, Polito y Kelvis habían cantado la noche anterior. Eso
acabó creando un reflejo incondicionado. Cada vez que volvemos sobre las
imágenes, les ponemos la banda sonora que tuvieron en la realidad.
Llegamos a Santo Domingo dos horas después de haber
aterrizado en el territorio dominicano. Una caravana de un candidato a las
elecciones presidenciales, había convertido a la avenida Las Américas en un
caos indomesticable. Nadie avanzaba en ninguna dirección.
En verdad era exasperante. Pero estar de regreso en un lugar
donde algo así es posible, nos alivió a todos. Al día siguiente, cuando comencé
a escuchar los sonidos de Piantini al amanecer, sentí que estaba de regreso a
casa. No se lo dije a nadie, pero ese hecho me devolvió una paz que ya empezaba
a extrañar.
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