La Escuela Nacional de Arte de Cubanacán, en La Habana, fue
construida dentro de un campo de golf y un bosque. Eso explica los largos
senderos que hay que recorrer para llegar a cualquiera de sus espacios. En los
años 80 del siglo pasado, allí uno podía encontrarse con las figuras más
emblemáticas de la cultura cubana.
Confieso que entonces (yo era un guajirito de 15 años) solía
impresionarme con facilidad. Pero nunca nada me sobrecogía tanto como dar con
Vicente Revuelta en uno de aquellos senderos. Siempre andaba solo y cabizbajo.
Su vestuario también era invariable: jeans deshechos y chancletas polacas.
Nunca me vio. Tampoco escuchó jamás mi “hola, maestro”. Su
nivel de abstracción (y distracción) era tal, que tropezaba cada seis o siete
pasos. Nada hacía variar en un ápice su conducta hacia el entorno: Avanzaba,
tropezaba, maldecía, avanzaba, tropezaba, maldecía…
Por esa misma época, Vicente puso en escena una relectura suya
de Galileo Galilei, la obra de
Bertolt Brecht. Los actores eran sus propios estudiantes. El proceso creativo
llegó a ser tan amplio, que muchos tuvimos la oportunidad de participar en los
ensayos. Aunque todo estaba demasiado claro en su cabeza, no dejó de
escuchar con atención hasta el más osado disparate.
Fui a casi todas las funciones. Solía repetir en voz muy
baja muchos de los diálogos de Galileo con su discípulo Andrea. Sobre todo
aquel donde el astrónomo parecía referirse de una manera directa a la realidad
que vivíamos: “¡Pobre del país que necesite héroes!”.
Hoy, martes 10 de enero de 2012, Vicente Revuelta se fue de
este mundo. Ahora orbita junto a Galileo en la galaxia de la posteridad. Allá,
como aquí, debe andar solo y cabizbajo, sin variar en un ápice su conducta
hacia el entorno: Avanzar, tropezar, maldecir, avanzar, tropezar, maldecir…
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