Siempre me ha gustado mirar por las ventanas con tela
metálica. Ese filtro tejido que media entre el interior y el exterior, hace que
la luz se comporte de una manera diferente en ambos lados. Los colores y las
dimensiones de los fondos también se trastocan.
La tela metálica de las ventanas de la estación de Camarones
lograban extraños efectos. Como mi abuela Atlántida les había puesto varios
parches (estaban tostadas por el sol y se rompían con facilidad), la gente
parecía acercarse cuando en verdad se alejaba y viceversa.
Si salía un sol fuerte después de un largo aguacero, se convertían
en unas lupas insoportables. No había manera de mirar a través de ellas hasta
que el agua se escurría del todo. Mientras eso sucedía, las moscas que se acercaban
parecían tan grandes como las que salen en las malas películas de ciencia
ficción.
Hace una semana que miro, cada vez que tengo tiempo, a través
de esta ventana. Desde ella se alcanzan a ver un pequeño jardín, la
confluencia de dos calles, un puente y un canal. Hay un momento, justo al
amanecer y cuando comienza la noche, en que las distancias se truecan.
Los patos que nadan a lo lejos, en el canal, dan la impresión
de hacerlo ahí mismo, por el aire. En cambio, los vecinos que pasan trotando
por la calle se alejan tanto que parecen hacerlo sobre el agua cenagosa. Si se
quita la tela metálica, Coral Gables vuelve a la normalidad. Pero, al menos
desde aquí, lo prefiero con ese filtro tejido que media entre el interior y el
exterior.
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