Nunca he logrado aprenderme nada de memoria. A pesar de que el himno nacional cubano es sumamente breve, a veces descubro con horror que se me ha extraviado algún que otro verso. Creo que padezco de una incurable amnesia literaria. Sin embargo, tengo una habilidad inimaginable para aprenderme las canciones de Silvio.
Una vez que las oigo, no logro olvidarlas. Cuando era un adolescente, procuré imitarlo en todo. Devoré a sus escritores preferidos, profesé su estética como si se tratara de una secta religiosa y logré que mi abuela le arrancara el cuello a todas mis camisas para vestirme como él. Mis primeros poemas (que afortunadamente desaparecieron en las manos de mis primeras novias) eran horrendas imitaciones de sus canciones.
Por suerte, mi oído es de una desafinación casi perfecta y nunca pude aprender a tocar guitarra. De manera que llegó el momento en que tuve que aceptar un oficio que no fuera el de trovador. Silvio Rodríguez es, probablemente, la expresión más universal de la cultura que se gestó en mi país a partir del 1 enero de 1959.
Más allá de lo que es hoy la Revolución o el propio Silvio, sus canciones son un puntual resumen de noticia de cuanto se ha vivido allá dentro por más de cuatro décadas, una precisa metáfora de todo lo que se fue y se es entre la ternura y el espanto. Recuerdo que cuando era aquel adolescente radical, casi fundamentalista, me pregunté muchas veces si Silvio seguiría siendo Silvio en la vejez.
Entonces, no había entendido bien aquella canción suya donde asegura que un hombre nunca es lo más importante. Ya no quiero ser como Silvio, pero reconozco que no hubiera podido ser yo sin él.
Una vez que las oigo, no logro olvidarlas. Cuando era un adolescente, procuré imitarlo en todo. Devoré a sus escritores preferidos, profesé su estética como si se tratara de una secta religiosa y logré que mi abuela le arrancara el cuello a todas mis camisas para vestirme como él. Mis primeros poemas (que afortunadamente desaparecieron en las manos de mis primeras novias) eran horrendas imitaciones de sus canciones.
Por suerte, mi oído es de una desafinación casi perfecta y nunca pude aprender a tocar guitarra. De manera que llegó el momento en que tuve que aceptar un oficio que no fuera el de trovador. Silvio Rodríguez es, probablemente, la expresión más universal de la cultura que se gestó en mi país a partir del 1 enero de 1959.
Más allá de lo que es hoy la Revolución o el propio Silvio, sus canciones son un puntual resumen de noticia de cuanto se ha vivido allá dentro por más de cuatro décadas, una precisa metáfora de todo lo que se fue y se es entre la ternura y el espanto. Recuerdo que cuando era aquel adolescente radical, casi fundamentalista, me pregunté muchas veces si Silvio seguiría siendo Silvio en la vejez.
Entonces, no había entendido bien aquella canción suya donde asegura que un hombre nunca es lo más importante. Ya no quiero ser como Silvio, pero reconozco que no hubiera podido ser yo sin él.
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