Siempre que nos pasaba un avión por encima, le decíamos adiós a Él. El cielo del Paradero de Camarones no es tan grande que digamos. Unas pocas nubes son suficientes para que se cierre como la noche más oscura. Esa pueda ser la razón por la que casi nunca los aviones lo sobrevuelan.
Por eso, cada vez que escuchábamos el ruido de uno, todos los niños dejábamos lo que estábamos haciendo y salíamos al descubierto para tratar de que Él nos viera. Le decíamos adiós hasta que el aparato se hundía en las nubes y el rumor de su motor dejaba de escucharse. Hace unas semanas un lector me pidió que reconociera lo que yo le debía a la Revolución Cubana.
Entonces pensé en aquel extraño ritual en que todos vociferábamos, tratando de esquivar el sol para poder divisar el aparato. Yo solía pasarme gran parte de los veranos con mi padre en su casa de Manicaragua. Un día de agosto de 1980 ese pueblo del Escambray amaneció lleno de banderitas de papel.
Por un lado tenían impresa la insignia cubana; por el otro, el dibujo de un águila comiéndose a una serpiente. “¡Viva la inquebrantable amistad de Cuba y México!”, decían cientos de carteles que colgaban por todas partes. En algún momento del día, el entonces presidente mexicano atravesaría el pueblo en una caravana que se dirigiría al lago Hanabanilla. Nos apostaron en una interminable fila en ambos flancos de la carretera.
Mi padre me subió sobre sus hombros y yo, de vez en cuando, le golpeaba la cabeza con el palo que sostenía mi banderita. Ya eran pasadas las nueve de la noche cuando empezaron a pasar las motocicletas que le abrían paso a la caravana. A cada vehículo que pasaba le gritábamos su nombre. De pronto un tajante silencio se fue imponiendo hasta que logró acallarnos a todos.
No había luz, pero se vio claramente la llegada de un jeep verde olivo. Los vehículos que le habían antecedido, pasaron a gran velocidad, sin que nos dieran tiempo a distinguir a los que viajaban en su interior. Este, en cambio, se detuvo. Las puertas se abrieron y los ocupantes del jeep se desmontaron. Durante todo el día nos habían enseñado las consignas que había que corear, pero el pueblo hizo caso omiso de lo ensayado. Un gran coro vociferó su nombre y
Él empezó a caminar en medio de la oscuridad. Pasó a unos pocos metros de donde yo estaba aún subido en el cuello de mi padre. Hubo un momento en que le vi mirar hacía mí y quise gritar, pero se me hizo un nudo en la garganta y perdí todo el aire que tenía dentro.
En Manicaragua no se recuerda cómo era José López Portillo, nadie tuvo tiempo de mirar al estadista mexicano; durante los segundos que caminó por la calle principal del pueblo, sólo hubo ojos para su acompañante. –¡Fidel! ¡Fidel! ¡Fidel! –gritó la multitud hasta que los hombres se perdieron de vista, tal como lo hacían los aviones sobre el cielo de mi pueblo.
Si alguna deuda tengo con la Revolución Cubana es la inocencia, el candor que me hacía gritar de cara a las nubes. Todo lo demás lo pagué con altos intereses.
Por eso, cada vez que escuchábamos el ruido de uno, todos los niños dejábamos lo que estábamos haciendo y salíamos al descubierto para tratar de que Él nos viera. Le decíamos adiós hasta que el aparato se hundía en las nubes y el rumor de su motor dejaba de escucharse. Hace unas semanas un lector me pidió que reconociera lo que yo le debía a la Revolución Cubana.
Entonces pensé en aquel extraño ritual en que todos vociferábamos, tratando de esquivar el sol para poder divisar el aparato. Yo solía pasarme gran parte de los veranos con mi padre en su casa de Manicaragua. Un día de agosto de 1980 ese pueblo del Escambray amaneció lleno de banderitas de papel.
Por un lado tenían impresa la insignia cubana; por el otro, el dibujo de un águila comiéndose a una serpiente. “¡Viva la inquebrantable amistad de Cuba y México!”, decían cientos de carteles que colgaban por todas partes. En algún momento del día, el entonces presidente mexicano atravesaría el pueblo en una caravana que se dirigiría al lago Hanabanilla. Nos apostaron en una interminable fila en ambos flancos de la carretera.
Mi padre me subió sobre sus hombros y yo, de vez en cuando, le golpeaba la cabeza con el palo que sostenía mi banderita. Ya eran pasadas las nueve de la noche cuando empezaron a pasar las motocicletas que le abrían paso a la caravana. A cada vehículo que pasaba le gritábamos su nombre. De pronto un tajante silencio se fue imponiendo hasta que logró acallarnos a todos.
No había luz, pero se vio claramente la llegada de un jeep verde olivo. Los vehículos que le habían antecedido, pasaron a gran velocidad, sin que nos dieran tiempo a distinguir a los que viajaban en su interior. Este, en cambio, se detuvo. Las puertas se abrieron y los ocupantes del jeep se desmontaron. Durante todo el día nos habían enseñado las consignas que había que corear, pero el pueblo hizo caso omiso de lo ensayado. Un gran coro vociferó su nombre y
Él empezó a caminar en medio de la oscuridad. Pasó a unos pocos metros de donde yo estaba aún subido en el cuello de mi padre. Hubo un momento en que le vi mirar hacía mí y quise gritar, pero se me hizo un nudo en la garganta y perdí todo el aire que tenía dentro.
En Manicaragua no se recuerda cómo era José López Portillo, nadie tuvo tiempo de mirar al estadista mexicano; durante los segundos que caminó por la calle principal del pueblo, sólo hubo ojos para su acompañante. –¡Fidel! ¡Fidel! ¡Fidel! –gritó la multitud hasta que los hombres se perdieron de vista, tal como lo hacían los aviones sobre el cielo de mi pueblo.
Si alguna deuda tengo con la Revolución Cubana es la inocencia, el candor que me hacía gritar de cara a las nubes. Todo lo demás lo pagué con altos intereses.
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