Cuando llegué a República Dominicana, en noviembre de 2000, muchos de los amigos que me tendieron su mano al pasar guardaban una botella. Algunas eran de ron y otras de un ya antiguo vino, pero todas tenía un mismo fin: “Esa es para tomármela el día en que se muera Balaguer”, me decían.
La madrugada en que amanecimos con la noticia de que el Doctor se había ido de este mundo, Vianco Martínez me invitó a su casa. No creo que celebráramos, más bien lavamos con alcohol la memoria de Amaury, Sagrario, Orlando y de toda aquella generación que fue sacrificada con la intención de que el país mantuviera ese letargo atroz que lo consumió por doce años.
Cada uno de los chilenos que salió a la calle con un litro de pisco o una jarra de vino en la mano, sus razones tenía. El 11 de septiembre ya era un día inolvidable cuando las Torres Gemelas se vinieron abajo. Antes de hacerlo en Nueva York, ese mismo día, pero de 1973, había demolido los sueños de Chile.
Para nadie en este mundo es un secreto que Augusto Pinochet fue ese criminal que nunca le pudieron probar que era. Es una pena que, aún en la decrepitud, el General siguiera contando con las herramientas suficientes para acallar a la democracia. Yo también tengo mi botella guardada. Es de oporto. No es una bebida que a mí me guste especialmente, pero sé que a él sí.
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