que quemaba toda la hierba
a nuestro alrededor.
Durante esa jornada no sólo ardía
la paja en el ojo del pueblo,
también se inflamaban
nuestros desperdicios,
ese hedor que provocábamos
al deshacernos,
en la línea del tren,
de lo peor de nosotros.
Como un dragón exhausto,
la máquina se marchaba
al final de la tarde.
Todo quedaba arrasado.
Las cenizas flotaban
sobre nuestras cabezas
durante semanas,
hasta que por fin
caía un aguacero y lavaba
cada una de nuestras culpas.
Entonces la línea del tren
empezaba a llenarse
otra vez
de nuestros desperdicios.
Y allí,
sobre lo peor de nosotros,
renacía la hierba como un cebo
para que la máquina
volviera a caer en la trampa
de librarnos de todo mal
y de tanta mierda.
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