Roberto Carlos estaba prohibido en la Cuba donde nací y me crie. Recuerdo a los enamorados oyéndolo a escondidas en casetes de contrabando. Su voz, como un susurro, se oía desde los puntos más oscuros de los parques, esos en que las bombillas habían sido abatidas de una pedrada.
Como nunca fui buen bailador, en las descarguitas caseras esperaba pacientemente por alguna pieza suya. Entonces tiraba de la mano a una de las muchachas de mi época y la asía contra mí. Aún hoy, “La distancia” y “Un gato en la oscuridad” deben seguir siendo las dos canciones que más he bailado.
Aunque sus obras hablaban básicamente de amor, al menos en mi país también eran un acto subversivo. Por eso, em cuanto mi abuela Atlántida vendió sus joyas en la Casa del Oro y me compró un tres en uno (así le llamábamos a los equipos de audio), quise tener mi propio casete de Roberto Carlos.
Por aquella época (mediados de los años 80), yo tramaba un programa en Radio Ciudad del Mar y le pedí el favor a Fabio Bosch. Me copió 90 minutos que luego se fueron conmigo a La Habana. Cada vez que llegaba el viernes, aquellas baladas me llevaban de regreso a la noche del Paradero de Camarones.
Hace dos o tres días, Ana Rosario nos llamó para decirnos que, el próximo 23 de septiembre, Roberto Carlos se presentará en el Wizink Center de Madrid. Cuando supe que ya nos tenía las entradas, salté de la alegría. No sé si fue el Camilo actual o el adolescente, aquel que se iba como un gato para las oscuridades.
Desde la libertad que disfruto en 2024, le doy las gracias al censor que se le ocurrió prohibirlo en la Cuba de los 70. Porque logró que toda una generación le prestara aún más atención a un mito y, al menos en mi caso, no dejara de oírle nunca más. También le agradezco el regalo a Ana Rosario, que creció escuchando aquel TDK, de un lado y del otro.
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