Valía 40 centavos y la servían muy caliente, en un pozuelo que humeaba hasta las últimas cucharadas. Siempre que iba al cine La Rampa, que en mi época de estudiante funcionaba como una cinemateca, acababa pidiendo una crema de queso en el Wakamba.
El olor de aquel plato me recordaba a La Habana de mi madre, una ciudad que sólo conocí por sus melancólicos relatos. Lérida, de soltera, solía pasarse temporadas en casa de Nellina, una hermana de mi abuela Atlántida que tenía un apartamento en Sitios y Ayestarán.
Con su tía, que estaba casada con un reconocido cirujano y era la mujer más refinada de la familia, Lérida vio a El Encanto antes de que ardiera y quedara reducido a un horroroso parque. “Desde que se quemó El Encanto, La Habana parece una ciudad de provincia”, dice Sergio en Memorias del Subdesarrollo.
“Pensar que antes la llamaban el París del Caribe —prosigue el personaje interpretado por Sergio Corrieri, mientras avanza por una acera de Galiano— (…) Ahora más bien parece una Tegucigalpa del Caribe. No sólo porque destruyeron El Encanto y hay pocas cosas en las tiendas, es por la gente también”.
Aun cuando ya se parecía más a Tegucigalpa que a París, La Habana que me tocó en los años 80 era para mí una ciudad liberadora. Yo, que no tenía ni la idea más remota de lo que significa ser realmente libre, me creía serlo cuando iba a la Rampa a ver una película de Fellini o de Herzog y acababa en el Wakamba.
Cuando volví en el 2011, La Habana ya había dejado de ser Tegucigalpa. Todo parecía hacerse reducido más aún. Menos el Capitolio, la Estación Central y el hotel Nacional, el resto de los edificios y las avenidas se habían consumido en una extraña municipalidad. La gente había perdido su cara de habaneros.
En ese viaje, mi último, llevé a Diana al Wakamba. El lugar estaba irreconocible y, lo peor, no tenían crema de queso. Lérida siempre hacía el cuento de día en que su tía Nellina llegó al Ten Cent y le dijeron que ya no harían más su sandwich preferido (de pavo con queso Roquefort). “Ya esto no es La Habana”, decía mi madre que dijo su tía.
“Ya esto no es La Habana”, admití frente al Wakamba, mientras Diana no dejaba de asombrarse con la ciudad que fue el París del Caribe, antes de que la convirtieran en Tegucigalpa, primero, y en Manicaragua, Jatibonico o Consolación del Sur, después.
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