En los años 80 del siglo pasado, mi tío Rafaelito me enseñó a ir al estadio. Porque no es lo mismo asistir a un partido de béisbol que ser parte de él, poner todos los sentidos y hasta el alma en función de lo que pasa en el terreno. Eso lo aprendí con Rafael Serralvo.
—¿Quieres ir al estadio? —me preguntaba con su bajísimo tono de voz, tan diferente al de mi expresiva tía Cary Yero.
Nunca le dije que no. Entonces él tenía una gorra de los Dodgers (que le regaló un turista que había estado retratando locomotoras en el patio donde él era jefe) y sólo se la ponía para ir a la pelota. Durante el trayecto por la ancha avenida que conducía desde su casa hasta el 5 de Septiembre, hablaba sin parar de béisbol.
Mencionaba, uno por uno, los nombres de los peloteros que le habían inculcado esa gran pasión por el deporte de las bolas y los strikes. Camilo Pascual era siempre el primer nombre que mencionaba. Siempre finalizaba haciendo una inmersión en las estadísticas de Antonio Muñoz y Pedro José Rodríguez.
—Es una suerte poder verlos —me decía—, aunque el equipo no sirva para nada.
Vimos a Cienfuegos perder por abultados marcadores hasta con la Isla de la Juventud, Las Tunas y Guantánamo, que eran los peores equipos de la época. Pero aun así permanecíamos en el estadio hasta el out 27, porque “a lo mejor a Muñoz y Cheíto les toca batear otra vez”.
Diana y yo hemos quedado en reunirnos en el estadio, por lo que tendré que caminar casi dos millas hasta el Fenway Park. Pero no iré solo. Mi tío Rafaelito irá conmigo. Aprovecharé el recorrido para explicarle cómo acabé convirtiéndome en un fanático de los Medias Rojas.
Todo empezó cuando llegué a Santo Domingo, una ciudad donde decretaban un toque de queda cada vez que Pedro Martínez picheaba. Luego le detallaré lo que pasó en 2004. Boston perdía la serie con los Yankees cero a tres y acabó ganando. Gracias, sobre todo, a un inmortal dominicano: David Ortiz, el Big Papi.
—¿Quieres ir al estadio? —le pregunto, ya vestido para la ocasión, a la ventana desde la que se ve parte de la ciudad—. Es una suerte poder verlos, aunque ya no estén Pedro, David y Manny.
Salgo a caminar, me ciño bien la gorra de los Medias Rojas. Lo miro junto a mí y sonrío.
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