“No me dejes llorar”, le pidió mi madre a Freddy Ginebra aquella mañana de diciembre de 2001. Estaban en el aeropuerto de La Habana y Lérida se despedía de su única nieta. Ana Rosario viajaba con aquel “extraño” a Santo Domingo, donde la esperábamos sus padres.
Hoy Freddy me volvió a contar, por enésima vez, aquella escena. Cuando se aseguró de que mi madre ya no lo veía, del otro lado de los cubículos de Migración, él no pudo más y estalló en llanto. Mi hija, con apenas siete años, no alcanzaba a comprender la gravedad de lo que sucedía y permaneció en silencio.
21 años después, antes de casarse, Ana Rosario ha decidido bautizarse. Ni su madre ni yo le inculcamos nunca ninguna creencia. Preferimos que ella eligiera por sí misma y, a sus 29, ha querido hacer la comunión para fundar una familia. Desde que era niña, Freddy y su esposa Miry se habían ofrecido como padrinos.
Fijar la fecha del bautizo fue más que difícil. Primero queríamos que fuera en el Monasterio Cisterciense de Jarabacoa. Pero cuando los monjes podían, los padrinos no… Y viceversa. Luego, optamos por el Monasterio de los Dominicos de Santo Domingo.
Gracias a la paciencia del padre Pepe, después de incontables intentos, por fin logramos un día en que todos podíamos. Lezama Lima diría que es azar concurrente, pero según Freddy es una señal. Resultó que la fecha elegida coincide con la de aquel día de diciembre en que mi madre pidió que no la dejaran llorar.
—Ya no me puedes decir más Freduco —me dijo hoy, mientras almorzábamos en un hotel junto a dos queridos amigos.
—¿Y por qué? —le pregunté alarmado.
—Porque a partir de mañana vamos a ser compadres.
Aunque siempre que estamos juntos nos damos muchos abrazos, hoy nos dimos uno larguísimo. Luego nos reímos como niños, mientras nos llamábamos compadre mutuamente. Solo siento que mi madre no alcanzara a ver a su nieta decidir bautizarse, algo que ella siempre quiso que hiciéramos.
Por eso mañana, cuando esté celebrando con mi compadre, tendré que pedirle que no me deje llorar.
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