14 agosto 2022

Taquillón castellano


Cuando uno se marcha al exilio, se ve forzado a abandonar cosas que hubiera querido que lo acompañaran siempre. Nunca dejaré de lamentar el haber dejado atrás a la máquina de escribir Underwood de mi abuelo Aurelio, donde aprendí a mover los dedos sobre un teclado y escribí mis primeros poemitas.
También le echo de menos al aparador de mi abuela Atlántida, cuyas gavetas registraba minuciosamente en busca de tesoros. Luego las usaba para hacer huacas, donde escondía lo que no quería que nadie más viera. La vitrina que hacía juego con el aparador fue, durante mucho tiempo, el mayor lujo que tuve a mi alcance.
A este taquillón castellano lo iban a tirar. Era parte del mobiliario de un apartamento que debían vaciar. Desconocemos su historia, pero con toda seguridad algún niño buscó tesoros en él y lo usó para hacer huacas (no sé cómo le llaman en Madrid a los escondrijos que hacen los infante). Parados frente a él, sin ni siquiera hablar, Diana y yo decidimos quedárnoslo.
Después de restaurado, empezará a ser parte de nuestra historia. Espero que mis nietos no tengan que renunciar a él como yo tuve que renunciar a las pertenencias de Atlántida y Aurelio. Yo mismo me ocuparé de esconder cosas en él para que ellos se asombren al encontrarlas.
Lástima que el taquilló castellano no pueda contarme su pasado. Eso me obligará a reinventarlo. Ya veré qué se me ocurre para que los Venegas por venir hallen en él lo mismo que yo hallé en el aparador y la vitrina. Parado frente a él, justo antes de despedirnos por unos meses, le conté todo esto.

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