Mi paladar es muy rudimentario. La geografía a la que pertenezco y las circunstancias en las que crecí, apenas le ofrecieron los elementos básicos para distinguir notas de sabores y olores. Aun así, frente a destilados como el ron y carnes como la del cerdo, puedo presumir de ciertos conocimientos.
No olvido la primera vez que mi hija Ana Rosario probó un chicharrón. Yo me había empecinado en convertir aquel bebé, nacido en Maternidad de Línea, en el corazón del Vedado habanero, en una campesina. Por eso, en uno de los viajes a mi pueblo, la llevé a un cañaveral para que aprendiera a comer caña.
Llegó mascando un canuto a casa de Ignacio Yero, quien acababa de matar un cerdo y empezaba a freír en un caldero enorme. Contradiciéndonos a todo, mi tío le alcanzó un chicarrón. Fue una de las primeras elecciones que tuvo que hacer mi hija. En una mano tenía un trozo de caña y en la otra el crujiente cuero de cerdo.
Probó ambos. Primero uno y después el otro. Se debatió entre lo dulce y lo salado. Nos miró desconcertada y, finalmente, tiró el canuto. Feliz, se llevó el chicharrón a la boca. Una vez llegamos a su casa en Madrid y me dijo que me tenía una sorpresa. Llenó un sartén de aceite y empezó a freír.
Desde entonces, siempre que vamos a España, me aseguro de echar en las maletas torreznos de Soria. Con el perdón de mis tíos Ignacio y Rao Yero (que hacían los mejores que probé en el Paradero de Camarones) y de los cibaeños del cruce de San Francisco de Macorís, esos son los mejores chicharrones del mundo.
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