20 julio 2022

Historia de un caballo


"El caballo levantó la cabeza, queriendo demostrar con ello 
que estaba pronto a obedecer, y esperó". 
León Tolstoi

De niño tuve un caballo. Era blanco, tenía un siete en la montura y decía Made in URSS justo debajo de la crin. Sentado en un sillín con dos ruedas, pedaleaba para que el caballo moviera las patas delanteras y avanzara por el andén. Logré alcanzar una gran velocidad en aquel triciclo, incluso en las curvas.
Cuando se acercaba un tren, Aurelio me hacía señales para que alejara a mi caballo de la línea. Permanecíamos quietos, pegados a la pared de la estación, hasta que el tren acababa de pasar. Se manejaba con unas riendas, que estaban atadas a un eje que atravesaba su cuello y sostenía la rueda delantera.
Con ese caballo me aprendí cada palmo del andén. Las rayas eran caminos que conducían a lugares tan lejanos como el bosque de Sherwood. Las grietas, ríos. Uno era el Arimao de mi padre, otro el Sena de Jean Valjean. El borde del andén, el más peligroso desfiladero. A veces no quería que viniera nadie a jugar, porque interrumpían las aventuras que estaba disfrutando junto a mi caballo. 
Con él también aprendí a disfrutar la soledad. Tenía dos largos andenes para cabalgar. Un día, tratando de doblar a toda velocidad, estuvimos a punto de volcarnos. Una de las ruedas traseras quedó casi a la altura de mi cabeza. Aquellos segundos fueron de los más emocionantes que he vivido.
Llegó un momento en que ya casi no cabía en el sillín. Las rodillas me empezaron a chocar con las patas traseras del animal. Como al piano, lo mandaron para Cumanayagua. Pero esta vez Popi sí fue a recoger el despacho. En una carta que Lucy le escribió a Atlántida, le contó que mi primo Harold estaba feliz con el caballo.
Luego aprendí a montar los viejos patines de mi tío Aldo. Con unas llaves los apretaba bien a mis botas ortopédicas y, después de perder varias veces la piel de las rodillas, los codos y las palmas de las manos, logré una gran destreza. Pasaba las curvas casi acostado.
Ahora las ruedas las tenía yo, pero eso no me impidió seguir cabalgando. Cuando se acercaba un tren, Aurelio me hacía señales para que me alejara de la línea. Las rayas seguían siendo caminos. Las grietas, ríos. El borde del andén, el más peligroso desfiladero. El caballo seguía estando conmigo, pero solo yo era capaz de verlo.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Si q lo recuerdo mucho q corrimos juntos en esos caminos,ríos y desfiladeros

Anónimo dijo...

Gracias por el recuerdo. Yo tuve el mismo juguete por alla por 1980 cuando vivia en La Habana.