10 septiembre 2019

A las caobas de la Churchill (una carta por Ítalo Calvino)*

En noviembre del año 2000, cuando aterricé en el aeropuerto Las Américas sin el pasaje de regreso a La Habana, caminé durante horas bajo sus sombras. Aunque Freddy Ginebra me esperaba con un abrazo salvador, sentía una extraña soledad, más allá del desamparo que significa estar lejos de los tuyos.
Además de mi familia, me faltaban la luz, los olores y los sonidos que me habían acompañado por 33 años. El exilio no comienza el día en que te vas de tu país, sino en el momento en que tomas conciencia de que ya no te quedan caminos de regreso a él. 
Esa milésima de segundo en que admití que pasaría el resto de mi vida sin mi pueblo (el Paradero de Camarones), sin mi ciudad (Cienfuegos) y sin mi casa (La Habana), ocurrió a la sombra de las caobas de la Churchill. Entonces era una avenida mucho más despejada que hoy, pero su esencia sigue siendo la misma.
Mi hija Ana Rosario, que tenía 7 años, se había quedado atrás. Sus abuelas cuidarían de ella hasta que las autoridades cubanas permitieran su salida. La situación, además de desesperante, era paradójica. Apenas unos meses atrás, mi país había provocado una crisis internacional por tal de que el niño Elián González volviera con su padre. 
En un email (enviado a través de una conexión clandestina), Ana Rosario me pidió que le hiciera una foto de la ciudad donde se mudaría.  A pesar de que estaba muy corto de dinero, hice un gasto que no estaba contemplado en el presupuesto. Compré una cámara desechable y retraté la Winston Churchill.
Hace 18 años de ese momento. Ni Santo Domingo ni yo nos parecemos a los que éramos. Solo las caobas permanecen ajenas a todo ese tiempo. ¿Qué son dos décadas en la vida de un árbol que puede vivir más de un siglo? Sin embargo, ellas, desde esa lentitud que no logro descifrar, cuentan la historia de mi vida en este país.
En “Tamara”, una de Las ciudades invisibles de Ítalo Calvino, el escritor advierte que solo reparamos en los árboles y las piedras del camino cuando nos recuerdan otra cosa: “una huella en la arena indica el paso del tigre, un pantano anuncia una vena de agua, la flor del hibisco el fin del invierno”, dice.
Muchos árboles y piedras de Santo Domingo han sido ignorados por mí. No he hallado el símil que me obligaría a evocarlos. Las caobas de la Churchill, en cambio, no solo me recuerdan uno de los momentos más graves de mi vida, sino que le dan sentido al Camilo que he sido y soy.
Nací en un pequeño pueblo y siempre he preferido el campo a la ciudad. Mi sentido de pertenencia por lo dominicano ha podido echar muchas más raíces en los montes de la Cordillera Central que en el asfalto de la Capital. Pero cuando estoy cerca de las caobas de la Churchill, ando por un lugar al que pertenezco. 
Eusebio Delfín, uno antiguo trovador de mi provincia, escribió “Y tú qué has hecho”, una de las más hermosas canciones cubanas. La primera estrofa es contada por un narrador omnisciente y relata la historia de una niña que, “henchida de placer”, grabó su nombre en el tronco de un árbol. 
La segunda estrofa es un monólogo de cuatro versos y, como en los cuentos de Calvino, un árbol es capaz de hablar: “Yo guardo siempre tu querido nombre y tú, ¿qué has hecho de mi pobre flor?”, reclama. Sin tener que escribir mi nombre en ellas, me gustaría tener una larga conversación con las caobas de la Churchill.
Es muy probable que sean capaces de escucharme, incluso de comprenderme. Son mis limitaciones, las cada vez más básicas herramientas en que se han convertido los cinco sentidos del ser humano, las que hacen imposible ese diálogo.
Es por eso que, siendo lo más realista posible, les escribo esta pequeña nota. Mi única ilusión es que algún día, en una de los escasos momentos de silencio que hay a su alrededor (pocas calles de Santo Domingo son más ruidosas que la Churchill en la mañana, al mediodía o al caer la tarde), lleguen a sus oídos.

Caobas de la Churchill:
En La ignorancia, una novela de Milan Kundera que he releído varias veces, hay un párrafo que suelo recitar, entre amigos, como si fuera un poema: “En griego, «regreso» se dice nostos. Algos significa «sufrimiento». La nostalgia es, pues, el sufrimiento causado por el deseo incumplido de regresar”.
Unas líneas más abajo, Kundera repite la misma palabra en muchos idiomas: añoranza (español), saudade (portugués), homesickness (inglés), heimweh (alemán), heimwee (holandés), söknudur (islandés)… Yo, además de nostalgia o añoranza, podría decir caoba.
Aunque, en ese caso, tendría que hacer una salvedad. Cuando digo caoba, además de referirme a ese deseo incumplido de volver, está la voluntad de preferir seguir siendo libre y agradecido. Esos sentimientos, el de la libertad y el de la gratitud, los reafirmé junto a ustedes.
Suelo encontrar todo cuanto me ata a Santo Domingo, desde la mujer que amo hasta mi hogar, a unos pocos pasos de sus troncos. A su alrededor también he dejado algunos de mis mejores años, he superado enormes angustias y me he prometido ser mejor y más bueno (siempre en la medida de mis posibilidades).
Como no puedo hacer nada más que contemplarlas y agradecerles en silencio, les deseo (tanto a ustedes como a todos los que lo vivimos) un mejor Santo Domingo. Un Santo Domingo tan verde como el de la Winston Churchill, donde los árboles ocupen el lugar que merecen, sean valorados y respetados. 
Un Santo Domingo más querido por la gente que la vive. Un Santo Domingo más pulcro y menos ruidoso, donde haya consecuencias para los que desprecian a sus vecinos, a la ciudad y a las leyes. Una ciudad que nos merezca, que esté orgullosa de los que todas las mañanas nos levantamos en ella.
Como dice Calvino, una huella en la arena indica el paso del tigre, un pantano anuncia una vena de agua, la flor del hibisco el fin del invierno. Ustedes, caobas de la Churchill, son el punto de partida de mi libertad y un hombre, por más que aparente desear muchas otras cosas, solo persigue a su libertad.
La mía, como han podido comprobar, camina todas las mañanas bajo su alargada sombra. A veces, incluso, trota. Gracias, queridas caobas de la Winston Churchill por todo lo que les debo. Espero poder seguir viéndolas por muchos años más.
Les prometo que, con la cámara de mi celular (ya no existen las desechables), repetiré la foto que le envié a mi hija en noviembre del 2000. Quiero que, al comparar las imágenes, pueda apreciar el paso no solo en la ciudad, sino también en ustedes… a ver si empiezo a entender su vida secreta.  
Un abrazo todavía cubano, ya cibaeño, de un admirador cotidiano.

*Escrito para un proyecto de Mario Dávalos y Capital DBG.

1 comentario:

Unknown dijo...

Otra vez anudan mi garganta tus palabras. Lo hacen despacio y en su cadencia permiten que el porvenir hinche mi pecho. Es el principio de tu historia la realidad que me despierta hoy. Los años que has caminado bajo las caobas y echado raíces en la cordillera son motor y combustible en mi búsqueda del final del arcoíris. Un abrazo agradecido de otro que sabe del dolor que se siente al elegir la libertad.