Dormí toda mi infancia dentro de un mosquitero. La hora de dormir llegaba cuando mi abuela Atlántida empezaba a cerrar las enormes ventanas de la estación de ferrocarril del Paradero de Camarones. Solo dejaba abiertas las de la sala y la saleta. Cada habitación tenía dos postigos, por ellos respirábamos.
La cabecera de mi cama daba para el andén. Como vivíamos en la línea que comunica al centro de la isla con el puerto de Cienfuegos, pasaban largos trenes de carga durante toda la noche. Entonces el mosquitero se convertía en una pantalla de cine en la que se proyectaban las sombras de los vagones.
Antes de irse a dormir, mi abuela Atlántida calculaba el trayecto de la luna. No le gustaba que entrara su luz por los postigos. Luego se aseguraba de que mi mosquitero estuviera bien metido entre el colchón y el bastidor. “Me da terror que un alacrán se meta y pique al niño”, decía mientras hacía su última ronda.
Al final, me pasaba el dorso de su arrugada mano por la cara. Me encantaba sentir el roce de sus nudillos a través de la gasa. “Ya se durmió”, susurraba. Cuando daba la espalda, yo abría los ojos para ver su silueta irse. En ese momento, los 40 watts de su lamparita de noche era toda la luz que le quedaba al mundo.
Jorge y Elia, los padres de Diana, están con nosotros en la Loma. Siempre que tenemos visita, María duerme en un colchón inflable junto a nosotros. Pero esta vez prefirió estrenar el sofá cama que hemos puesto en el mezzanine. La condición fue que lo hiciera dentro de un mosquitero.
Mientras ponía los clavos, recordé la pantalla de cine en la que se proyectaban las sombras de los vagones. Luego busqué a la luna por las ventanas y calculé su tránsito. Nunca hemos encontrado un alacrán dentro de la casa. Aun así, me aseguré de que el mosquitero estuviera bien metido entre el colchón y el bastidor.
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