Una semana después de dejar a mi viejo Serafín junto a sus padres y hermanos muertos, en la bóveda que tienen los Venegas en el cementerio Colón, viajé a Manicaragua para recoger sus pertenencias. Vivía con lo básico: tres o cuatro mudas de ropa, avíos de pesca, herramientas…
En su mesa de noche aún permanecía su fiel Sanyo (un enorme y viejo radio capaz de sintonizar emisoras de la Patagonia) y dos libros: Las nieves del Kilimanjaro y El viejo y el mar. Por esas dos historias, Gregory Peck y Spencer Tracy siempre fueron sus actores preferidos.
En una de las gavetas del escaparate, dentro de una antigua caja de habanos, atesoraba varios paquetes de Gillette. Era 1993 y una Cuba incapaz de levantarse entre los escombros del muro de Berlín. Aun así, mi padre se las ingenió para que nunca le faltara sus cuchillas preferidas a la hora de afeitarse.
Cuando vi “Lo mejor que los hombres pueden ser”, el más reciente anuncio de Gillette, pensé en mi padre y en la decepción que se hubiera llevado. Me apena que la epidemia de corrección política, que amenaza con hacer del mundo algo muchísimo más aburrido de lo que ya es, lograra afeitar a un ícono.
Una marca no es una ONG. No todos tenemos que defender (ni combatir) todo. No concibo a Gillette políticamente correcta. Es como si Hemingway se volviera feminista o se arrepintiera de haber cazado. Afortunadamente ya estoy viejo y me perderé ese futuro donde no habrá lugar para hombres como Harry Street, el viejo Santiago o mi padre.
—Lo maravilloso es que no duele —diría Serafín Venegas, como si tuviera Las nieves del Kilimanjaro entre las manos—. Así se sabe cuándo empieza.
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