20 enero 2019

Laika

Fue la primera responsabilidad que Diana Sarlabous y yo compartimos. En la tienda nos recomendaron un bóxer atigrado que tenía todos los papeles del pedigrí. Pero a su lado había una cachorrita blanca e indocumentada (al bóxer blanco no se le reconoce el pedigrí) con una lengua que no le cabía en la boca.
No pudimos resistir su mirada. A través de la jaula, clavó sus ojos grandes en nuestros corazones y una hora después ya la teníamos en la terraza del apartamento. Luego se mudó con nosotros a El Bohío y, cuando estuvo lista la cabaña en la Loma de Thoreau, se hizo cibaeña.
En la montaña encontró tanto espacio para andar que acabó extraviándose. Nos pasamos toda una semana buscándola. Ya estaba empezando a caer la noche del sábado cuando decidí hacer un último intento. Me acerqué a un barranco enorme y empecé a llamarla.
El eco de mis gritos era la única respuesta. Cabizbajo, volví al Jeep y, cuando lo iba a poner en marcha, descubrí a sus ojos grandes frente a mí. Diana lloró tanto como yo de la alegría. Desde que le llevamos a Jack y a Buck (dos cachorros de labrador), asumió el rol matriarcal en la pequeña manada.
Aun gravemente enferma, cuidaba de ellos, enseñándoles los secretos del terreno y la disciplina a seguir. Desde el domingo pasado, cuando nos despedimos, no logramos quitarnos la tristeza de encima. Por Coco, la conmovedora película de Pixar, sabemos que ella ahora es nuestro alebrije. 
Cuando los amigos que nos visitaban la veían correr por la Loma y lanzarse a dar vueltas por la hierba, solían decir que Laika era la perra más feliz del mundo. Nosotros también fuimos muy felices junto a ella. Al final de toda la tristeza que nos ha dejado, sentiremos una gran alegría cada vez que la recordemos.

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