Los últimos días de 2018 me vi como John Hurt en la célebre escena de Alien, el octavo pasajero (Ridley Scott, 1979). A mediados de diciembre empecé a sentir un pequeño ardor en la cintura. Luego apareció una pequeña mancha roja. Entonces el ardor ya era en un dolor punzante.
La culebrilla es una erupción de sarpullido causada por el mismo virus de la varicela-zóster. Después de atacar en la infancia, se mantiene hospedado en el cuerpo y espera a que tengamos más de 50 años para una contraofensiva. Mantuve a mi virus por 42 años.
En el verano de 1976 conocí a Isabela de Sagua, un pueblo del norte de mi provincia al que alguna vez llamaron la Venecia de Cuba. Fui con mi primo Alahím, en un tren que primero pasaba entre lomas de sal y luego hundía sus ruedas en el mar para poder llegar hasta la estación de Concha.
A lo largo de la costa había una hilera de casas abandonadas y las fuimos recorriendo una a una, lanzándonos de cabeza desde sus muelles. Fue Alahím quien descubrió que tenía la espalda llena de ampollas. “¡Te picó tremenda aguamala!”, me dijo.
Después de contagiar a mi primo, regresé a Camarones con mucha fiebre. Mi peor recuerdo de la varicela, fue la tarde en que mi prima Lazarita (a quien también contagié) y yo empezamos a retozar y caímos encima de la sobrecama de yute del último cuarto. Esa ha sido la picazón más desesperante de mi vida.
No tengo constancia de que ningún guajiro de mi pueblo haya ido al hospital por una culebrilla. Me resistí a ser el primero, pero el domingo pasado no pude más.
“Se dice que los dolores de la culebrilla son peores que los de parto”, dijo el médico mientras yo miraba a Diana con cara de héroe.
En el peor momento de la dolencia, me sentí aludido por unas declaraciones del presidente de mi país. “Mal nacidos por error en Cuba” nos llamó a todos los que nos oponemos, de una manera o de otra, al régimen opresivo e inoperante que él encabeza.
Aunque no pueda probarlo científicamente, el mensaje de odio de Díaz-Canel acabó aliviándome tanto como el ketorolaco. El lugar donde nací y al que sigo perteneciendo es ya intangible. Nadie me lo puede quitar. Vivo en un país libre, donde me han devuelto todos los derechos que me quitaron en el mío.
Por eso pude volver a subirme en el tren que pasaba entre lomas de sal y hundía sus ruedas en el mar. Tengo todo lo que necesito para seguir viajando en él. Lo único diferente es mi cara. Más que al niño que fui, ahora me parezco a John Hurt en el momento en que estalla de dolor.
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