Cuando el viejo tren le da
la espalda
a la bahía y se deshace de
los portales,
recupera su instinto
animal.
Mientras olfatea el rastro
de la línea
bajo la yerba, avanza
lo más rápido que puede,
tratando de llegar cuanto
antes
a los antiguos
cañaverales.
Cuando ya no puede más,
el viejo tren se echa a
descansar
frente a un cementerio abandonado.
Nada más se mueve en el holgado
valle.
Hasta el cansado vagón parece
un fantasma
(uno de los tantos que la
República
dejó a su suerte la
madruga
en que abandonó a la isla).
Mientras olfatea el rastro
de la línea
bajo la hierba, avanza
lo más rápido que puede,
como si quisiera llegar
cuanto antes
al día en que por fin
lo dejen descansar en paz,
frente a un cementerio
abandonado.
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