En
la Cordillera Central he tenido el gusto de conocer a muchos árboles
centenarios. También he sido testigo de no pocos horrores, como el de un individuo
que taló una mata de mangos que había sido testigo de todo el siglo XX
dominicano. Su pretexto es que tenía un panal y él era alérgico a las abejas.
Ayer en la tarde bajamos al
pueblo a comprar un tanque y le dimos bola (botella, en Cuba) a tres ancianos
que iban por el camino de La Lomita. Hacía dos horas que habían salido de su
casa y les tomaría otra dos más llegar hasta Pinar Quemado. Gran parte del
recorrido deben hacerlo a más de mil metros de altura.
Nos dijeron que habían bajado
para hacerle una visita a una familiar recién parida. Diana, que es financiera
y le gusta encontrarle los números a todo, me hizo notar que en total invertirían
ocho horas para un cumplido de apenas unos pocos minutos.
—El tiempo de ellos es como el de
los árboles —me dijo al final de sus cálculos.
Al principio, cada vez que veniamos
a la Loma de Thoreau, nos obsesionábamos con sacarle partido al tiempo. Por
eso, cuando llegaba la hora de irnos, nos angustiaba la idea de no haberlo
aprovechado lo suficiente.
Poco a poco hemos ido aprendiendo
de los árboles, de su vida de espalda a los relojes. Cuando empezó la
construcción de la cabaña, nos aseguramos de guardar suficiente distancia de un
majestuoso pino occidentalis. Silencioso, imperceptible, él ha ido avanzando
hacia nosotros y una de sus ramas ya está a punto de alcanzar la terraza.
Hoy en la tarde volveremos a la
ciudad, por eso me levanté bien temprano y me puse a mirar la llovizna desde mi
pequeña mesa de trabajo. Busqué el reloj y conté las horas que nos quedaban en
la Loma. Luego miré hacia afuera. El pino occidentalis ocupa prácticamente todo
el espacio de la ventana.
Entonces me serví un café y traté
de imitarlo, a él y a los campesinos de La Lomita. Silencioso, imperceptible,
escribí este texto.
No hay comentarios:
Publicar un comentario