(Escrito para la columna Como si fuera sábado, de la revista Estilos)
Cuando
yo era niño soñaba con ser ferroviario. Viví toda mi infancia en una estación
de trenes y me crió mi abuelo, el patriarca de una familia donde todos tenían
alguna responsabilidad en los Ferrocarriles de Cuba. Luego quise ser actor,
pero pocas semanas después de matricular en la Escuela Nacional de Arte de La
Habana, tuve que admitir que era aún peor que Chuck Norris.
Tampoco
fue una buena idea tratar de ser director de escena. Siempre fui un niño muy
solitario y de adulto no pude corregir esa actitud. Prefería hacer cosas que no
dependieran de tanta gente y, como tenía cierta facilidad para redactar, acabé
en la redacción de la revista El Caimán
Barbudo. Allí, por fin descubrí que el único oficio que me hacía realmente
feliz era el de escribir.
Pero
hace unos días escuché algo que me ha hecho cambiar de opinión. Fue viendo
“Scorpion”, una serie de televisión que nos gusta mucho. En algún momento, Walter
O'Brien, el personaje protagónico, aseguró que los hechos de nuestra vida que nunca
olvidamos son aquellos que están relacionados a grandes emociones.
Cuando
se acabó el capítulo de la serie, la frase de O’Brien se me quedó dando vueltas
en la cabeza y me puse a repasar las cosas que no olvido de diferentes épocas.
Fue entonces que tomé la decisión de cambiar de oficio y dedicarme a cazar
emociones.
Algunos
de mis recuerdos imborrables, en efecto, están vinculados a hechos que
cambiaron mi vida o la del mundo que me rodeaba. Otros, aunque puedan parecer
intrascendentes, me estremecieron por dentro. Como aquella tarde de Barahona en
que descubrí una locomotora de vapor encallada en un mar de hierbas. No sé por
qué esa máquina sigue intacta en mi cabeza, enfrascada en su viaje a ninguna
parte.
En
otra ocasión, caminando por la Candelaria, en Bogotá, tropecé con una nube que
se había quedado atrapada en el estrecho callejón. No recuerdo nada más de
aquel día, nada que no sea aquella masa de agua dándome en la cara,
envolviéndome en el silencio que traía consigo de la Cordillera.
Hay
dos noches de mi vida que puedo reconstruir con lujo de detalles. Ocurrieron en
el verano de 1993, el mismo en que murió mi padre y nació mi hija. Fueron dos
conciertos en la plaza de toros de Las Ventas, en Madrid. El primero, de B. B.
King, cuya guitarra nunca me dejó solo en la desesperante Habana que vivimos
tras la caída del Muro de Berlín.
El
segundo, de Celia Cruz, me hizo entender, de una manera muy clara y convincente,
lo que significa ser cubano y las consecuencias que eso tiene. El día que volví
al Paradero de Camarones con Diana Sarlabous, después de 10 años de ausencia,
ese sentimiento fue ratificado por las calles polvorientas de mi pueblo y los
abrazos sudorosos de su gente.
Hace
unos días, mientras hacía la fila para pagar en el supermercado, me puse a
hojear una revista. En uno de los reportajes, anunciaban que en un futuro no
lejano podremos hacer un backup de nuestros recuerdos y evaluaban las
consecuencias que eso tendría. Aunque he cometido muchísimos errores, ninguno
de mis actos me avergüenza. Por eso creo que no tendría ningún inconveniente en
“recuperar” lo que llevo dentro.
Pero
como esa máquina de salvar recuerdos aún es improbable, insistiré en
convertirme en un cazador de emociones. La manera más sencilla de lograrlo es
tratar de perder el menor tiempo posible en lo que me aburre o detesto. Trataré cada vez más de hacer las cosas que en
verdad disfruto y en compañía de la gente que más me aporta y quiero.
Ahora,
mientras ustedes leen esta columna, Diana y yo estamos camino a la Reserva Científica
Ébano Verde. Queremos conseguir algunas posturas de ese árbol dominicano en
peligro de extinción. Sembrarlas y verlas crecer será en verdad emocionante.
No
habrá espacio para el olvido a la sombra de una experiencia así.
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