De izquierda a derecha: mi tía Titita, mi madre, mi prima Lucy, Tito, Nellina y mi tío Aldo. |
Cada vez que mi tía
Nellina llegaba en el tren de La Habana, yo descubría algo increíble. Siempre
nos poníamos alrededor de su neceser en espera del milagro. Una vez trajo una
linterna que no llevaba pilas, bastaba con conectarla a la corriente durante
toda la noche. Otra, un pez azul que al tirar de su cabeza y su cola se
convertía en un tenedor y una cuchara.
Cuando Nellina
nació, murió María Góngora, su madre. Fue mi abuela Atlántida quien la crió,
por eso se querían aún más de lo que llegan a quererse los hermanos.
—Tarde o temprano
todo se rompe —dijo mi abuelo el día que Nellina sacó una fuente de un material
indestructible.
Para probar que no
mentía, la lanzó desde lo alto contra el suelo. La fuente rebotó y volvió a
caer intacta.
—¿Ves que es
irrompible?
—Todo se rompe
—insistió Aurelio.
Con ese aire de
superioridad que los campesinos vuelven de La Habana, Nellina se subió encima
de un taburete y volvió a lanzar la fuente. Otra vez rebotó y volvió a caer
intacta.
—Por Dios, Nellina
—trató de mediar mi abuela— no lo vuelvas a intentar.
Aquella frase,
lejos de persuadirla, pareció estimularla. Porque se subió en el taburete y del
taburete saltó a la mesa del comedor. Esta vez la lanzó hacia arriba. Como la
estaciones de ferrocarril que construyeron los ingleses en Cuba tenían un
puntal muy alto, la fuente flotó durante un instante interminable. Todos
abrieron las bocas y los brazos.
Cuando se oyó el
crujido, Atlántida se apresuró a recogerla y guardarla bajo llave en el
aparador donde atesoraba su vajilla de porcelana. Nunca pudo usarla, pero jamás
se deshizo de ella. Como recuerdo de familia sí logró ser irrompible.
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