(Escrito para la columna Como si fuera sábado de la revista Estilos)
Ayer volví a leer Caminar, uno de los textos más hermosos de Henry David
Thoreau. Entonces caí en cuenta por qué disfrutamos tanto cuando andamos los
rincones que más nos gustan de Santo Domingo, o salimos a descubrir los
secretos de una loma en la que nunca antes habíamos estado.
Siempre tengo algún libro de Thoreau a mano. A menudo, cuando el trabajo
me abruma o estoy tenso por algo, hago un alto y me refugio en la naturaleza de
uno de mis escritores preferidos. La mayoría de las veces, después de
permanecer por un rato en los bosques de Maine o en la laguna de Walden, vuelvo
renovado a la vida real.
Si esa “terapia” no es suficiente, entonces me voy a caminar. Muy cerca
de nuestra casa está una de las pocas urbanizaciones que se ha salvado de la
delirante especulación inmobiliaria que ha transfigurado a Santo Domingo. Allí
las calles no son tan transitadas y conservan gran parte de su arbolado. También
es posible ser peatón sin morir en el intento.
A veces no pienso en nada y me dedico a contemplar lo que sucede a mi
alrededor: las aves, la gente, los sonidos, los olores, la luz, la sombra...
Otras, me abstraigo y empiezo a dar vueltas en redondo dentro de mí. Cualquiera
de los dos caminos me lleva siempre hasta alguna idea nueva y al entusiasmo
para llevarla a cabo.
En “Caminar”, Thoreau confiesa que no podía quedarse en su habitación ni
un solo día sin acabar entumecido. “Me asombra la capacidad de resistencia de
mis vecinos, que se confinan todo el día en sus talleres y sus oficinas,
durante semanas y meses, e incluso años y años”, dice.
Cerca de casa, también, hay un supermercado que tiene un gimnasio.
Aunque el parqueo es enorme, todos los que van a hacer ejercicios tratan de
estacionarse lo más cerca posible de la entrada para caminar lo menos posible.
Han ido hasta ahí para andar durante cuarenta minutos por una estera, sin
moverse del lugar y sin que jamás cambie nada a su alrededor.
Luego vuelven a sus vehículos y a sus sedentarias cotidianidades. Les
basta con quemar grasa hasta lograr ponerse una o dos tallas menos de las que
deberían usar y tener un cuerpo que despierte la admiración de los demás. No es
que esté mal ir al gimnasio, tampoco que sea frívolo mantenerse en forma.
Pero no dejar de ser un desperdicio consumir la mayor parte de las
energías diarias en las mismas rutinas por semanas, meses y años. Es por eso
que, particularmente, en lugar de encerrarme en una caminadora prefiero salir a
caminar.
“Si quieren hacer ejercicio —propone Thoreau—, vayan en busca de las
fuentes del espíritu. ¡Piensen que un hombre levanta pesas para conservar la
salud, cuando la verdaderas fuentes borbotean en lejanas praderas a las que no
se le ocurre acercarse!”.
Hace una semana, Diana, María y yo caminamos por un bosque de pinos que
está a mil metros de altura. Las aves estaban tan confiadas en su entorno que
nuestra presencia no logró perturbarlas. Los grillos ensayaban una rara
sinfonía. Frente a nosotros, el Mogote de Jarabacoa lucía una bellísima corona
de nubes.
Thoreau decía que la región donde él vivía le ofrecía un gran número de
paseos espléndidos: “Aunque durante muchos años he caminado prácticamente cada
día, y a veces durante varios días, aún no los he agotado. Un panorama
completamente nuevo me hace muy feliz, y sigo encontrando una cada tarde. Dos o
tres horas de camino me llevan a una zona tan desconocida como siempre espero”.
El país donde yo vivo es aún más diverso que la región de Thoreau (él no
sería capaz de desmentirme), es por eso que prefiero caminar por él a dejar que
una estera me mantenga en el mismo lugar mientras rueda bajo mis pies. Más que
el ejercicio, me importa la experiencia. Aunque tenga que usar mi talla o una
más que la mía.
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