El último recital de poemas que compartieron José Emilio Pacheco y Juan Gelman. |
(Escrito para la columna Como si fuera sábado, de la revista Estilos)
José Emilio Pacheco y Juan Gelman eran vecinos. Es una gran coincidencia que dos de los más grandes poetas del idioma español residieran a tan poca distancia en una de las ciudades más grandes del mundo. Uno era mexicano y el otro argentino, pero la colonia Condesa, en México D.F., fue la última geografía de ambos.
José Emilio Pacheco y Juan Gelman eran vecinos. Es una gran coincidencia que dos de los más grandes poetas del idioma español residieran a tan poca distancia en una de las ciudades más grandes del mundo. Uno era mexicano y el otro argentino, pero la colonia Condesa, en México D.F., fue la última geografía de ambos.
Cuando
José Emilio ganó el Premio Cervantes en 2010, alguien recordó que estábamos
ante uno de los mejores poetas latinoamericanos. “Pero si ni siquiera soy uno
de los mejores de mi barrio. ¿No ven que soy vecino de Juan Gelman?”, respondió
Pacheco, con una mezcla perfecta de humildad e ironía.
Empecé
a escribir poemas para tener algo que regalarle a mis primeras novias. En la
Cuba de entonces escaseaba todo, hasta las flores. Tampoco sabía bailar —ni
música cubana ni disco, que era el ritmo que enloquecía a las jovencitas de
aquella época—. Los versos eran mi única escapatoria.
Pero
todo lo que escribía me parecía tan horroroso, que acabé cometiendo un terrible
fraude: regalaba poemas de José Emilio Pacheco y Juan Gelman diciendo que eran
míos. Recuerdo que una de aquellas muchachas, la rubia más rubia que tuvo jamás
el Paradero de Camarones, me hizo una pregunta desconcertante: “Ven acá, chico,
¿y por qué tú dices ‘vos’?”
Me
avergoncé tanto, que decidí regalarle un poema totalmente mío, que no
contuviera ni siquiera una alusión a la poética de Pacheco o Gelman. Lo leyó
rapidísimo y lo puso a un lado, apenada: “Este es mucho más normal, pero no me
gusta tanto como los otros”. A finales de la década del 90, José Emilio Pacheco
estuvo por última vez en Cuba y quise contarle esa historia.
Mi
amigo Ángel Santiesteban me llevó a conocerlo. El poeta estaba a punto de
comenzar una conferencia sobre no recuerdo qué. Era la Feria Internacional del
Libro de La Habana. En momentos como ese, mi condición de guajiro siempre acaba
jugándome una mala pasada. Me avergüenzo tanto frente a la gente que admiro de
verdad, que suelo decirles unas estupideces inconcebibles.
Ángel
me llevó a empujones y, cuando por fin logró que estuviéramos frente a frente,
nos presentó. “¡Qué frío hace!, ¿verdad?”, dije con una torpeza inmejorable.
“Hum… Vengo del D.F., allá sí hay mucho frío ahorita”, respondió el autor de “Los
elementos de la noche”. A través de sus libros he sostenido infinidad de
diálogos con él; pero en la vida real, eso fue todo lo que hablamos.
Alguien
llamó su atención para presentarle a otro admirador. El recién llegado sí fue
elocuente y logró sostener una breve conversación. Me quedé mirando sus gestos
por un rato. No podía escuchar lo que decía, pero sí aprecié cómo era la
gestualidad de uno de los poetas que más había leído en mi vida.
Con
Juan Gelman tuve una relación mucho más cercana, tanto, que ni siquiera necesité conocerlo. Asistí a varios recitales y conferencias que le organizaron
en Casa de las Américas, lo vi caminar por el Malecón de La Habana y beber del
pico de una botella de ron (algo que solo hacen los hombres más felices o lo
más tristes, frente a gente que quieren mucho). Esa cercanía me bastó, además
de sus versos, que sigo releyendo a menudo.
Ahora
sí puedo asegurar que mi adolescencia está del todo muerta, porque dos de su
más grandes inspiradores se han marchado de este mundo. Quiso el azar que
vivieran en el mismo barrio: la colonia Condesa, en México D.F.
Ahora mismo, en ese lugar, la soledad se debe
ver a simple vista. Fulgurante, inexplicable, como se veía la poesía en cada
una de las palabras que les robé a José Emilio Pacheco y Juan Gelman.
2 comentarios:
¡Espectacular!
Lindo texto. En la Condesa, también vive Fundora - Ernesto - que tantas veces nos ha regalado su casa como refugio.
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