21 febrero 2014

167 kilómetros a solas con el Padre Arnáiz

(Escrito para la columna Como si fuera sábado, de la revista Estilos)

Freddy Ginebra me llamó para darme dos noticias, una buena y una mala. La buena era que el Padre Francisco José Arnáiz le había pedido ser el presentador de su libro Antes de que pierda la memoria, en Casa de Arte, Santiago. La mala, que yo también estaría en la mesa, para que hablara sobre los orígenes de aquel volumen.
Traté por todos los medios posibles de convencerlo de que mi presencia era innecesaria, pero no cedió. “Verás que será muy divertido”, me prometió. Lo cual no garantizaba nada, Freddy Ginebra encuentra divertido, apasionante y genial cada instante de su existencia, incluso algunos que para otros serían dolorosos.
Con solo decirle mi nombre, por el acento, Arnáiz intuyó de qué región de Cuba era: “Ustedes los villareños son los que más se parecen a los canarios”, me dijo y, para mi sorpresa, me dio un fuerte abrazo. Olía a tabaco y whisky, algo que se fue acentuando durante toda la velada, mientras fumaba y bebía.
Me impresionó la manera tan llana que tenía para decir las cosas más complejas. Ejercía una gran lucidez con las palabras más comunes y sencillas. Su sentido del humor era complejo y pasaba de lo agudo a lo punzante en segundos. Justo eso fue la primera cosa que admiré de él, su destreza en el uso de la ironía.
Esa noche dormimos en Santiago. Tanto Arnáiz como yo debíamos regresar a Santo Domingo a primera hora. Con esa cara de circunstancia que pone Freddy Ginebra cuando quiere pedir un favor incómodo, se me acercó. “¿Cómo te cayó el Padre?”, preguntó tanteando. “¡Muy bien! Creo que es más cubano como yo”, respondí para tranquilizarlo.
Ya relajado, me pidió que lo llevara conmigo de regreso a Santo Domingo. A Arnáiz también le gustó la idea. Por unos segundos su cara se volvió drástica: “A las cinco de la mañana lo espero aquí abajo, jovencito”, me dijo y se perdió en una nube de tabaco cibaeño torcido por una familia pinareña.
Freddy se ocupó de coordinar el desayuno. Cuando acabamos el café con leche y estuvimos listos para irnos, se acercó a Arnáiz para hacerle una aclaración impostergable. “Padre, Camilo es cubano… usted sabe”, le dijo, no sin antes ponerse otra vez su cara de circunstancia. “Sí, ya lo sé, Freddy, hablamos de Cuba toda la noche”, respondió el jesuita. “Es que es ateo —dijo rápido, con los ojos cerrados— …y quisiera que usted me lo convierta durante ese viaje”.
El Padre soltó una gran carcajada y puso su pesada mano en mi hombro. “¡Vámonos, que estoy tarde!”. El valle del Cibao, entre Santiago y La Vega tenía una neblina espesa, casi impenetrable. Y eso fue lo primero que comentamos, la descripción que hizo José Martí de ese paisaje en sus Diarios.
Pocos kilómetros después descubrimos que conocía a mi familia. Estuvo en Cienfuegos durante años y llegó a oficiar muchas misas en la iglesia del Paradero de Camarones. Recordaba hasta el nombre de mi abuelo, Aurelio, con quien habló muchas veces en el andén de la estación, mientras esperaba el tren.
“Él también era ateo”, me advirtió con sorna. Luego preguntó por varias familias de mi pueblo. “¿De qué tamaño puede ser la memoria de este hombre?”, me pregunté a mí mismo, mientras él recordaba con dolor el día en que tuvo que abandonar Cuba.
Habíamos quedado en que llamaríamos a Freddy cuando llegáramos a Santo Domingo. “¡¿Lo convertiste?!”, fue lo primero que preguntó. El Padre soltó otra de sus grandes carcajadas. “No, Freddy, a él lo convirtió su abuelo” —respondió el sacerdote.
Según Freddy, le preguntó muchas veces por mí. Acordamos incontables reencuentros, pero al final algo acababa malográndolos. Aunque he viajado muchísimo, los 167 kilómetros que estuve a solas con el Padre Arnáiz significaron una enorme distancia.
Perdóname el adjetivo, Freddy, pero gracias por esa experiencia inolvidable.

1 comentario:

Evaristo Yanez dijo...

Muy bueno!! Queriendo hablar de Arnaiz, dices mucho de Freddy Ginebra y de ti mismo.
Siempre interesante leerte