(Escrito para la columna Como si fuera sábado, de la revista Estilos)
Freddy
Ginebra me llamó para darme dos noticias, una buena y una mala. La buena era
que el Padre Francisco José Arnáiz le había pedido ser el presentador de su
libro Antes de que pierda la memoria, en Casa de Arte, Santiago. La mala, que
yo también estaría en la mesa, para que hablara sobre los orígenes de aquel
volumen.
Traté
por todos los medios posibles de convencerlo de que mi presencia era
innecesaria, pero no cedió. “Verás que será muy divertido”, me prometió. Lo
cual no garantizaba nada, Freddy Ginebra encuentra divertido, apasionante y
genial cada instante de su existencia, incluso algunos que para otros serían
dolorosos.
Con
solo decirle mi nombre, por el acento, Arnáiz intuyó de qué región de Cuba era:
“Ustedes los villareños son los que más se parecen a los canarios”, me dijo y,
para mi sorpresa, me dio un fuerte abrazo. Olía a tabaco y whisky, algo que se
fue acentuando durante toda la velada, mientras fumaba y bebía.
Me
impresionó la manera tan llana que tenía para decir las cosas más complejas. Ejercía
una gran lucidez con las palabras más comunes y sencillas. Su sentido del humor
era complejo y pasaba de lo agudo a lo punzante en segundos. Justo eso fue la
primera cosa que admiré de él, su destreza en el uso de la ironía.
Esa
noche dormimos en Santiago. Tanto Arnáiz como yo debíamos regresar a Santo
Domingo a primera hora. Con esa cara de circunstancia que pone Freddy Ginebra
cuando quiere pedir un favor incómodo, se me acercó. “¿Cómo te cayó el Padre?”,
preguntó tanteando. “¡Muy bien! Creo que es más cubano como yo”, respondí para
tranquilizarlo.
Ya
relajado, me pidió que lo llevara conmigo de regreso a Santo Domingo. A Arnáiz
también le gustó la idea. Por unos segundos su cara se volvió drástica: “A las
cinco de la mañana lo espero aquí abajo, jovencito”, me dijo y se perdió en una
nube de tabaco cibaeño torcido por una familia pinareña.
Freddy
se ocupó de coordinar el desayuno. Cuando acabamos el café con leche y estuvimos
listos para irnos, se acercó a Arnáiz para hacerle una aclaración
impostergable. “Padre, Camilo es cubano… usted sabe”, le dijo, no sin antes
ponerse otra vez su cara de circunstancia. “Sí, ya lo sé, Freddy, hablamos de
Cuba toda la noche”, respondió el jesuita. “Es que es ateo —dijo rápido, con
los ojos cerrados— …y quisiera que usted me lo convierta durante ese viaje”.
El Padre
soltó una gran carcajada y puso su pesada mano en mi hombro. “¡Vámonos, que estoy
tarde!”. El valle del Cibao, entre Santiago y La Vega tenía una neblina espesa,
casi impenetrable. Y eso fue lo primero que comentamos, la descripción que hizo
José Martí de ese paisaje en sus Diarios.
Pocos
kilómetros después descubrimos que conocía a mi familia. Estuvo en Cienfuegos durante
años y llegó a oficiar muchas misas en la iglesia del Paradero de Camarones. Recordaba
hasta el nombre de mi abuelo, Aurelio, con quien habló muchas veces en el andén
de la estación, mientras esperaba el tren.
“Él
también era ateo”, me advirtió con sorna. Luego preguntó por varias familias de
mi pueblo. “¿De qué tamaño puede ser la memoria de este hombre?”, me pregunté a
mí mismo, mientras él recordaba con dolor el día en que tuvo que abandonar Cuba.
Habíamos
quedado en que llamaríamos a Freddy cuando llegáramos a Santo Domingo. “¡¿Lo
convertiste?!”, fue lo primero que preguntó. El Padre soltó otra de sus grandes
carcajadas. “No, Freddy, a él lo convirtió su abuelo” —respondió el sacerdote.
Según
Freddy, le preguntó muchas veces por mí. Acordamos incontables reencuentros,
pero al final algo acababa malográndolos. Aunque he viajado muchísimo, los 167
kilómetros que estuve a solas con el Padre Arnáiz significaron una enorme
distancia.
Perdóname el adjetivo, Freddy, pero gracias por esa experiencia inolvidable.
Perdóname el adjetivo, Freddy, pero gracias por esa experiencia inolvidable.
1 comentario:
Muy bueno!! Queriendo hablar de Arnaiz, dices mucho de Freddy Ginebra y de ti mismo.
Siempre interesante leerte
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