29 octubre 2013

Pinocho

A Diana le pareció raro que me detuvieran tanto tiempo delante de la góndola. Cuando por fin descubrió que miraba un paquete de galletas de soda, pensó que me llamaba la atención por la historia de Carlo Collodi. Pero la aventura de Geppetto y el títere de madera no le pareció suficiente. “¿Qué pasa?”, me preguntó impaciente.
Durante mi infancia, en la década del 70 del siglo pasado, en Cuba apenas había marcas. La mayoría de los productos carecían de etiquetas y eran despachados a granel. Desde los frijoles hasta los caramelos, todo se envasaba en cartuchos innominados.
Aun así, los más viejos insistían en salvar algunas de las marcas de su imaginario. Es por eso que al detergente le seguían llamando Fab; al keroseno, Luz Brillante, y a la avena, Quaker. Esa obsesión por envasar con recuerdos lo que estaba desprovisto de empaque, acabó contagiándonos.
En mi provincia las galletas de soda también se expendían a granel. Llegaban dentro de unas cajas de cartón, casi todas deshechas. Pero en los trenes de La Habana vendían unas latas con la cara de Pinocho. De vez en cuando, mi madre se las arreglaba para conseguirme una.
Cuando Diana me preguntó yo no miraba a un paquete de galletas de soda, sino a mi madre, caminando por el andén con una enorme lata entre las manos. Antes que un cuento o una película de Disney, Pinocho fue para mí una merienda inmejorable.
Me recuerdo sentado en la escalera del patio, con un jugo de mango o un batido de platanito, mientras mantenía los ojos clavados en un muñeco inmóvil y sonriente. Hoy, como ayer, su nariz aún está a medio crecer.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

ñooooo que volao!!!

Anónimo dijo...

Volaisimo, Como siempre