El primero de enero es una fecha trágica para mis compatriotas. Ese día, en 1959, Cuba comenzó a descomponerse como nación. Muchos lo advirtieron de inmediato, otros reaccionaron a los pocos años y la inmensa mayoría cayó en cuenta cuando ya todo estaba perdido. Ninguna de las cosas que hicieron de nuestra isla una nación próspera y de nuestra gente un pueblo emprendedor, están en pie.
Lo porvenir no era más que una gran tomadura de pelo. El 1 de enero de 2011 ha encontrado a Cuba sumida en las ruinas y la desesperanza. Entre la Punta de Maisí y el Cabo de San Antonio no cabe ni siquiera una razón para creer en el futuro. Las generaciones que empeñaron su juventud en construir una utopía, han llegado a la vejez con las manos vacías.
Hace medio siglo, Cuba exhibía uno de los índices de desarrollo humano más envidiables de Latinoamérica. Tras cinco décadas de infecunda dictadura, el país ha comenzado a emular con Haití y naciones inviables de África. En los años cincuenta los empresarios cubanos operaban con las más avanzadas tecnologías de la época; en 2011, los cuentapropistas tienen que devolverse a la era preindustrial para comenzar de cero.
Celia Cruz es uno los símbolos más duraderos de la Cuba que comenzamos a perder un día como hoy. Ella murió en el exilio sin que le permitieran regresar a su patria, pero su grito de ¡Azúcar! ha sido más duradero, incluso, que la industria que contribuyó a conformar esa identidad. Una prueba de ello es que el Servicio Postal de Estados Unidos acaba de dedicarle un sello a su inmortal carcajada.
Es cierto que hay muy pocas razones para celebrar, pero una vez más Celia ha sacado la cara por nosotros. Ella, como siempre, solo tiene que enseñar los dientes para endulzar hasta la amargura.
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