Mi abuelo era ferroviario, lector insaciable de novelas y campesino. Mantuvo esos tres oficios hasta el último día de su vida: el 27 de abril de 1987. Junto a él, me hice ferroviario, lector insaciable de novelas y campesino.
Con Aurelio Yero aprendí que si los frutales se trasplantan en cuarto menguante, paren antes de tiempo. Junto a él hice cercas, desbrocé maniguas y sembré muchos árboles que crecieron a lo largo de toda mi infancia. Dos matas de aguacate, una de naranjas dulces y otra de mangos filipinos fueron llevadas por mí hasta el sitio donde, según él, crecerían libremente y darían frutos para los nietos de mis nietos.
La mata de mangos filipinos aún debe estar en el patio de la estación de ferrocarril del Paradero de Camarones, la de naranjas dulces se secó el día menos pensado y las dos de aguacates no pudieron resistir los embates de los ciclones y las tempestades que azotaron a Cuba antes de que se acabara el siglo XX.
En 1975, Chena, un viejo amigo de mi abuelo (que siempre trató de convencerme de que Buster Keaton era mejor actor que Charles Chaplin), me regaló una cachorra por el día de mi cumpleaños. Era el resultado del cruce de un pastor alemán con una inclasificable criatura que deambulaba por las calles de mi pueblo.
Le puse Laika, en homenaje a la perra rusa que fue catapultada al cosmos antes que Yuri Gagarin, Valentina Tereshkova y Neil Armstrong. Laika, como su predecesora, era muy valiente y solía ladrarle a todos los trenes que pasaban a gran velocidad por el andén. Le perdió el miedo a las ruidosas locomotoras y eso le costó la vida. En una de sus carreras no se apartó lo suficiente y no pudo sobrevivir al impacto.
–¿Dónde la enterramos?– Le pregunté a mi abuelo.
–Al lado de la mata de naranjas dulces –me dijo sin pensarlo–, para que le sirva de abono.
Papá, así le dije siempre, no llegó a saber a ciencia cierta qué era el Efecto Invernadero y cuando murió, el agujero de ozono y la Corriente del Niño apenas empezaban a ser noticia de portada en los diarios; pero era un individuo que respetaba a la naturaleza y la cuidaba con muchísimo celo, valiéndose del único recurso que tenía a su alcance: sus propias manos.
Su mata preferida era la muralla, un arbusto que tiene flores mientras tenga agua. El olor de las flores de la muralla era suficiente para que el día más nublado de Aurelio se despejara de inmediato. Aquí, en la azotea de mi casa, he sembrado una mata de muralla y otra de aguacates. La muralla ha sabido enfrentar con dignidad la estrechez del tarro y ya fue capaz de florecer.
Pero el aguacate no merece el destino que le depara, la hermosa planta ha empezado ya a doblarse sobre sí misma, como hacía el mago Houdini cuando se metía en un baúl que era dos veces más pequeño que su cuerpo. No tengo donde transplantarlas, pero el recuerdo de Aurelio es todo el abono que necesitan.
Con Aurelio Yero aprendí que si los frutales se trasplantan en cuarto menguante, paren antes de tiempo. Junto a él hice cercas, desbrocé maniguas y sembré muchos árboles que crecieron a lo largo de toda mi infancia. Dos matas de aguacate, una de naranjas dulces y otra de mangos filipinos fueron llevadas por mí hasta el sitio donde, según él, crecerían libremente y darían frutos para los nietos de mis nietos.
La mata de mangos filipinos aún debe estar en el patio de la estación de ferrocarril del Paradero de Camarones, la de naranjas dulces se secó el día menos pensado y las dos de aguacates no pudieron resistir los embates de los ciclones y las tempestades que azotaron a Cuba antes de que se acabara el siglo XX.
En 1975, Chena, un viejo amigo de mi abuelo (que siempre trató de convencerme de que Buster Keaton era mejor actor que Charles Chaplin), me regaló una cachorra por el día de mi cumpleaños. Era el resultado del cruce de un pastor alemán con una inclasificable criatura que deambulaba por las calles de mi pueblo.
Le puse Laika, en homenaje a la perra rusa que fue catapultada al cosmos antes que Yuri Gagarin, Valentina Tereshkova y Neil Armstrong. Laika, como su predecesora, era muy valiente y solía ladrarle a todos los trenes que pasaban a gran velocidad por el andén. Le perdió el miedo a las ruidosas locomotoras y eso le costó la vida. En una de sus carreras no se apartó lo suficiente y no pudo sobrevivir al impacto.
–¿Dónde la enterramos?– Le pregunté a mi abuelo.
–Al lado de la mata de naranjas dulces –me dijo sin pensarlo–, para que le sirva de abono.
Papá, así le dije siempre, no llegó a saber a ciencia cierta qué era el Efecto Invernadero y cuando murió, el agujero de ozono y la Corriente del Niño apenas empezaban a ser noticia de portada en los diarios; pero era un individuo que respetaba a la naturaleza y la cuidaba con muchísimo celo, valiéndose del único recurso que tenía a su alcance: sus propias manos.
Su mata preferida era la muralla, un arbusto que tiene flores mientras tenga agua. El olor de las flores de la muralla era suficiente para que el día más nublado de Aurelio se despejara de inmediato. Aquí, en la azotea de mi casa, he sembrado una mata de muralla y otra de aguacates. La muralla ha sabido enfrentar con dignidad la estrechez del tarro y ya fue capaz de florecer.
Pero el aguacate no merece el destino que le depara, la hermosa planta ha empezado ya a doblarse sobre sí misma, como hacía el mago Houdini cuando se metía en un baúl que era dos veces más pequeño que su cuerpo. No tengo donde transplantarlas, pero el recuerdo de Aurelio es todo el abono que necesitan.
No hay comentarios:
Publicar un comentario