20 junio 2024

Un insoportable olor a cuerno quemado

Jumbo tras ser atropellado por el tren de mercancías, 
en la estación de St. Thomas, Ontario.

A los cubanos se les prohibió, por más de medio siglo, sacrificar a sus propias reses. Fue una de las tantas medidas que impuso Fidel Castro para mantener el control absoluto sobre la exigua propiedad privada. Para poder comer carne y no ir a la cárcel, los campesinos usaron a los trenes.
Desde mediados de los años 80 y hasta finales de los 90, circuló un tren nocturno entre Cienfuegos y La Habana. Viajé en él frecuentemente y casi siempre llegábamos con retraso a la Estación Central. Era por culpa de las reses que amarraban en la vía para que la locomotora las atropellara.
—¡Una res! —gritaba el primero en despertarse, tras el ensordecedor sonido del freno de emergencia.
Mientras un insoportable olor a cuerno quemado se expandía por el interior de los coches, la tripulación revisaba el tren de principio a fin para cerciorarse de que podíamos continuar viaje. Agazapados en la oscuridad, los campesinos de la zona aguardaban machetes en mano.
El más célebre animal atropellado por un tren fue Jumbo, el elefante de cuatro metros de altura que se convirtió en sinónimo de inmenso en todos los idiomas. El 15 de septiembre de 1885, un error en un cambiavía hizo que un tren de mercancías se desviara hacia el apartadero donde permanecía el circo Barnum, Bailey and Hutchinson.
La locomotora chocó contra Jumbo. En el impacto murieron el maquinista y el elefante, que luego fue embalsamado y se exhibió en el Barnum Hall desde 1889 hasta el 14 de abril de 1975, en que un incendio lo consumió. Las cenizas del enorme animal cupieron en un tarro de 14 onzas de mantequilla de maní Peter Pan.
Los restos de las reses que eran alcanzadas casi a diario por el tren nocturno de Cienfuegos a La Habana, no tenían un destino tan novelesco como Jumbo. Quedaban junto a las vías, donde eran liquidadas por las auras tiñosas. Sus osamentas podían verse desde el tren de La Habana a Cienfuegos, que circulaba de día, reluciendo al sol.
—¡Una res! —gritaba el primero en distinguirlas.
Mientras el recuerdo del insoportable olor a cuerno quemado volvía a las narices de muchos viajeros.

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