25 junio 2024

La crema de queso del Wakamba


Valía 40 centavos y la servían muy caliente, en un pozuelo que humeaba hasta las últimas cucharadas. Siempre que iba al cine La Rampa, que en mi época de estudiante funcionaba como una cinemateca, acababa pidiendo una crema de queso en el Wakamba.
El olor de aquel plato me recordaba a La Habana de mi madre, una ciudad que sólo conocí por sus melancólicos relatos. Lérida, de soltera, solía pasarse temporadas en casa de Nellina, una hermana de mi abuela Atlántida que tenía un apartamento en Sitios y Ayestarán.
Con su tía, que estaba casada con un reconocido cirujano y era la mujer más refinada de la familia, Lérida vio a El Encanto antes de que ardiera y quedara reducido a un horroroso parque. “Desde que se quemó El Encanto, La Habana parece una ciudad de provincia”, dice Sergio en Memorias del Subdesarrollo.
“Pensar que antes la llamaban el París del Caribe —prosigue el personaje interpretado por Sergio Corrieri, mientras avanza por una acera de Galiano— (…) Ahora más bien parece una Tegucigalpa del Caribe. No sólo porque destruyeron El Encanto y hay pocas cosas en las tiendas, es por la gente también”.
Aun cuando ya se parecía más a Tegucigalpa que a París, La Habana que me tocó en los años 80 era para mí una ciudad liberadora. Yo, que no tenía ni la idea más remota de lo que significa ser realmente libre, me creía serlo cuando iba a la Rampa a ver una película de Fellini o de Herzog y acababa en el Wakamba.
Cuando volví en el 2011, La Habana ya había dejado de ser Tegucigalpa. Todo parecía hacerse reducido más aún. Menos el Capitolio, la Estación Central y el hotel Nacional, el resto de los edificios y las avenidas se habían consumido en una extraña municipalidad. La gente había perdido su cara de habaneros.
En ese viaje, mi último, llevé a Diana al Wakamba. El lugar estaba irreconocible y, lo peor, no tenían crema de queso. Lérida siempre hacía el cuento de día en que su tía Nellina llegó al Ten Cent y le dijeron que ya no harían más su sandwich preferido (de pavo con queso Roquefort). “Ya esto no es La Habana”, decía mi madre que dijo su tía.
“Ya esto no es La Habana”, admití frente al Wakamba, mientras Diana no dejaba de asombrarse con la ciudad que fue el París del Caribe, antes de que la convirtieran en Tegucigalpa, primero, y en Manicaragua, Jatibonico o Consolación del Sur, después.

20 junio 2024

Un insoportable olor a cuerno quemado

Jumbo tras ser atropellado por el tren de mercancías, 
en la estación de St. Thomas, Ontario.

A los cubanos se les prohibió, por más de medio siglo, sacrificar a sus propias reses. Fue una de las tantas medidas que impuso Fidel Castro para mantener el control absoluto sobre la exigua propiedad privada. Para poder comer carne y no ir a la cárcel, los campesinos usaron a los trenes.
Desde mediados de los años 80 y hasta finales de los 90, circuló un tren nocturno entre Cienfuegos y La Habana. Viajé en él frecuentemente y casi siempre llegábamos con retraso a la Estación Central. Era por culpa de las reses que amarraban en la vía para que la locomotora las atropellara.
—¡Una res! —gritaba el primero en despertarse, tras el ensordecedor sonido del freno de emergencia.
Mientras un insoportable olor a cuerno quemado se expandía por el interior de los coches, la tripulación revisaba el tren de principio a fin para cerciorarse de que podíamos continuar viaje. Agazapados en la oscuridad, los campesinos de la zona aguardaban machetes en mano.
El más célebre animal atropellado por un tren fue Jumbo, el elefante de cuatro metros de altura que se convirtió en sinónimo de inmenso en todos los idiomas. El 15 de septiembre de 1885, un error en un cambiavía hizo que un tren de mercancías se desviara hacia el apartadero donde permanecía el circo Barnum, Bailey and Hutchinson.
La locomotora chocó contra Jumbo. En el impacto murieron el maquinista y el elefante, que luego fue embalsamado y se exhibió en el Barnum Hall desde 1889 hasta el 14 de abril de 1975, en que un incendio lo consumió. Las cenizas del enorme animal cupieron en un tarro de 14 onzas de mantequilla de maní Peter Pan.
Los restos de las reses que eran alcanzadas casi a diario por el tren nocturno de Cienfuegos a La Habana, no tenían un destino tan novelesco como Jumbo. Quedaban junto a las vías, donde eran liquidadas por las auras tiñosas. Sus osamentas podían verse desde el tren de La Habana a Cienfuegos, que circulaba de día, reluciendo al sol.
—¡Una res! —gritaba el primero en distinguirlas.
Mientras el recuerdo del insoportable olor a cuerno quemado volvía a las narices de muchos viajeros.

18 junio 2024

Gracias a la vida

Diana Sarlabous en la estación de Concord, Massachusetts.

Hoy Diana Sarlabous cumple 59 años. Ella es mi tren y mi estación, mi viaje de ida y de vuelta, mi país y mi exilio, mi sentido de pertenencia y mi desarraigo. Dar con ella, lograr que se enamorara de mi y poder envejecer a su lado son tres hechos que me hacen tararear a Violeta Parra a cada rato.

¡Volví a estar en Matanzas!


Alfredo Zaldívar me ha enviado estas fotos desde Matanzas, donde se acaba de celebrar el Festival Puentes Poéticos. Estos dibujitos los hice en esa ciudad a finales de los años 80, en unas de mis tantas colaboraciones con Ediciones Vigía. Me alegra volver a estar allí, entre Zaida del Río, Sigfredo Ariel y Rolando Estévez, de quienes aprendí tanto, y junto a Zaldívar, quien me enseñó a editar y hacer libros desde la nada y prácticamente con nada. De cada estancia mía en Matanzas se fue un Camilo mejor y fue gracias a ellos.








16 junio 2024

En el Día de los Padres


Serafín Venegas Nodal y Lérida Yero Mosteiro, el 6 de septiembre de 1966. Mucho más jóvenes que yo y, según ellos mismos dejaron por escrito en el reverso de esta foto, en el momento más feliz de sus vidas. Hoy celebro a mi padre, en su día, y a mi madre, en el quinto aniversario de su partida. 58 años después, siguen conmemorando cosas juntos.

La Monstera deliciosa


La Monstera deliciosa le debe ese nombre a su exquisito fruto. Esta planta trepadora de la familia Araceae es originaria de las selvas tropicales, desde el sur de México hasta el norte de Argentina. Pero su belleza la ha llevado a interiores y paisajes de todo el mundo.
Pese a su gran propagación, son pocos los que han llegado a probar el fruto que le da nombre, que se parece a una mazorca de maíz y alcanza unos 30 cm de largo por 5 diámetro. La Monstera sólo pare en su hábitat natural o cuando se siente totalmente a gusto en el lugar donde se encuentra.
La nuestra estuvo originalmente en una tinaja, junto a la chimenea de la terraza que conecta la cabaña con la cocina. Cada vez que volvíamos a la Loma la encontrábamos aún peor, sus brotes eran cada vez más pequeños y endebles. Lo estaba pasando tan mal en ese tarro que decidimos trasplantarla.
Cuando se vio junto a una de las caobas hondureñas (Swietenia macrophylla) que tenemos en el patio, explotó de felicidad. Sus hojas empezaron a ser cada vez más grandes y en pocas semanas comenzó su ascenso por un tallo que le es muy familiar, porque se trata de un árbol muy común en su hábitat natural.
Ana Rosario y Tom, que tienen una monstera en su apartamento de Madrid y le dedican muchísimo tiempo para que se mantenga saludable, se admiraron del progreso de la nuestra. “¡Tiene frutos!”, dijeron los dos a coro, antes de reprocharnos que ni Diana ni yo nos habíamos dado cuenta de la parición. 
Ahora debemos llenarnos de paciencia y esperar todo un año a que maduren. Si los tocamos antes, podríamos envenenarnos con el alto contenido de ácido oxálico que contienen mientras están verde. Los que lo han probado, dicen que tiene un sabor aún más rico que la piña.
En la primavera de 2025 les contamos a qué nos supo.

14 junio 2024

Poesía IA


Un amigo, que siempre está al tanto de los avances de la tecnología, me preguntó si había intentado hacer poesía con inteligencia artificial. "Nunca en mi vida le he usado ni para escribir un email —le respondí—. Creo que eso es otra forma de plagio. Que un programa escriba un verso por ti es de peor gusto que intentar copiar a Borges". 
Luego me quedé pensando en el asunto y empecé a sentir una rara vergüenza ajena. Me parece mucho más digno ser un mal poeta con versos propios que uno regular con ajenos. Tener que pedirle a una máquina que se ponga a crear por ti, es reconocer que tienes menos imaginación que Víctor Casaus.

12 junio 2024

Una ALCO Mil Seiscientos se llevó a Diana

ALCO FA2 al frente del tren Santiago- Habana.

Diana apenas tenía cinco años, pero recuerda el olor del alquitrán y el sonido sordo de la enorme locomotora. La familia no fue a despedirlos a la estación de Santiago. La división y el odio impuestos por el régimen ya habían tomado asiento en los hogares cubanos. Ellos se iban y, además de la condena a trabajos forzados, en sus maletas debían cargar con el repudio de sus seres queridos.
El tren nocturno de Santiago a La Habana es el último recuerdo que le queda a mi mujer de su infancia en Cuba. Los Sarlabous Sosa viajaron en un compartimento con literas. Esperaron a que la máquina salvara la cuesta más empinada del camino y atravesara las calles de El Cristo. 
El pueblo donde habían vivido ya dormía, apenas alumbrado por las bombillas de los postes. En silencio, vieron pasar su lugar en el mundo por la ventanilla. Luego se acostaron y ahí empieza, como una película, el último recuerdo que tiene del país donde nació. 
La ALCO Mil Seiscientos, avanzaba a través de la llanura camagüeyana, primero, y las alturas de Santa Clara, después. Quizás sobre Matanzas se les hizo de día, pero ella no recuerda ninguna claridad en el trayecto. Tampoco la llegada a La Habana, ni los vuelos a México y Santo Domingo. Es como si el tren se hubiera hecho cargo de todo el viaje.
La única de aquellas 12 máquinas —adquiridas por los Ferrocarriles Consolidados en 1951— que ha llegado a nuestros días, se exhibe en el parque de Baconao, en Santiago de Cuba. Ese cascarón es todo lo que queda del país del que se fue. Todo lo demás ha desaparecido o derrumbado. 
Sólo esa ALCO Mil Seiscientos, silente, vacía, prueba que ella estuvo en Cuba, confirma esos cinco años que pasaron antes de que República Dominicana le entregara un salvoconducto y la hiciera libre. La locomotora que se llevó a Diana aún retumba en su cabeza, sobre todo si el olor a alquitrán reaparece.

05 junio 2024

Don Nano

Luis Concepción, Susana Ortega y yo junto a don Nano.

Hoy tuve un largo día de trabajo que incluyó siete horas al volante y más de cinco de entrevista con una leyenda del mundo de los destilados. Viajé a Puerto Plata para reunirme con Fernando Ortega Brugal. Si se fijan en el borde inferior de la etiqueta de 1888, encontrarán allí su firma.
Don Nano, así le llaman sus allegados, es el autor de ese extraordinario ron. Fue su canto de cisne como maestro ronero de la cuarta generación de la familia Brugal. Barricas de roble blanco americano, usadas por una vez en bourbon, y barricas de roble rojo español, ex Jerez, fueron sus secretas aliadas.
Aunque acabamos brindando con 1888, nuestra conversación se remontó unos años atrás, con la llegada de Andrés Brugal —su bisabuelo— a Santiago de Cuba, donde aprendió el arte de destilar mieles de caña de azúcar. La colaboración de sus hijos con los mambises y la amenaza del garrote vil, lo trajeron a suelo dominicano.
Desembarcó en Puerto Plata con su familia y un pequeño alambique de cobre, en él logró sus primeros destilados. Cinco generaciones después, Brugal es uno de los cuatro rones más vendidos del mundo y uno de los destilados premium más apreciados por los conocedores.
—Papá Andrés no toleraba que le quedaran mal —nos dijo don Nano refiriéndose a su bisabuelo—. Por eso siempre intentamos hacer el mejor ron posible, no se puede defraudar al hombre que fundó semejante legado. 
Dicho eso, acercó el vaso de 1888 a su nariz. Permaneció en silencio un largo rato, mientras reconocía todo el mundo interior del envejecido que lagrimeaba en el vidrio. Sonrió satisfecho y propuso un brindis. Luis Concepción, Susana Ortega —sobrina de don Nano y embajadora de Brugal— y yo chocamos nuestros vasos con el suyo.
Llegué exhausto a Santo Domingo. En el camino tuve que lidiar con una fuerte tormenta que incluyó inundaciones y derrumbes en el tramo de montaña. Pero el esfuerzo valió la pena, porque tuve el privilegio de seguir aprendiendo sobre el arte de hacer ron con uno de sus más grandes maestros.

Junto a Fernando Ortega Brugal, maestro ronero
de la cuarta generación de la familia Brugal.

03 junio 2024

Roberto Carlos, de un lado y del otro


Roberto Carlos estaba prohibido en la Cuba donde nací y me crie. Recuerdo a los enamorados oyéndolo a escondidas en casetes de contrabando. Su voz, como un susurro, se oía desde los puntos más oscuros de los parques, esos en que las bombillas habían sido abatidas de una pedrada.
Como nunca fui buen bailador, en las descarguitas caseras esperaba pacientemente por alguna pieza suya. Entonces tiraba de la mano a una de las muchachas de mi época y la asía contra mí. Aún hoy, “La distancia” y “Un gato en la oscuridad” deben seguir siendo las dos canciones que más he bailado.
Aunque sus obras hablaban básicamente de amor, al menos en mi país también eran un acto subversivo. Por eso, em cuanto mi abuela Atlántida vendió sus joyas en la Casa del Oro y me compró un tres en uno (así le llamábamos a los equipos de audio), quise tener mi propio casete de Roberto Carlos.
Por aquella época (mediados de los años 80), yo tramaba un programa en Radio Ciudad del Mar y le pedí el favor a Fabio Bosch. Me copió 90 minutos que luego se fueron conmigo a La Habana. Cada vez que llegaba el viernes, aquellas baladas me llevaban de regreso a la noche del Paradero de Camarones.
Hace dos o tres días, Ana Rosario nos llamó para decirnos que, el próximo 23 de septiembre, Roberto Carlos se presentará en el Wizink Center de Madrid. Cuando supe que ya nos tenía las entradas, salté de la alegría. No sé si fue el Camilo actual o el adolescente, aquel que se iba como un gato para las oscuridades.
Desde la libertad que disfruto en 2024, le doy las gracias al censor que se le ocurrió prohibirlo en la Cuba de los 70. Porque logró que toda una generación le prestara aún más atención a un mito y, al menos en mi caso, no dejara de oírle nunca más. También le agradezco el regalo a Ana Rosario, que creció escuchando aquel TDK, de un lado y del otro.