31 diciembre 2019

2020

Siempre creí que en el 2020, por más lejos 
que pareciera quedar,
todavía estaría viviendo en mi pueblo.
Nunca me imaginé en otro lugar
que no fuera el Paradero de Camarones.
Para esta fecha, suponía,
pasarían trenes a todas horas,
tendríamos parque, calles de asfalto,
una tienda más grande y mejor surtida,
algún edificio de más de dos pisos,
aire acondicionado
para el alcohol de por las tardes
y nuestro propio cementerio.
El futuro, 
tal y como nos lo habían prometido,
pertenecía por entero a nosotros.
Nadie tendría que moverse 
de su lugar
para darle alcance y regocijarse.

Para conocer al mundo, 
me bastaba con los mapas
del Atlas que no entregué
a fin de curso.
Por la cabeza jamás me pasó
que conocería el Saint Louis
de Tenneesse Williams,
el Londres de Dickens
y la pensión de Segovia
donde Machado escribió 
algunos de mis poemas preferidos.
Mi idea del viaje, acababa siempre
en los andenes de la Estación Central,
después que los trenes nocturnos
cruzaban el frío de la llanura
y hacían equilibrio
sobre el amanecer de La Habana.

Siempre creí que en el 2020, por más lejos 
que pareciera quedar,
aún se vería las montañas del Escambray
desde la ventana de mi cocina.
Pero todo lo que me pertenecía ha muerto:
mi familia,
mi pueblo,
mi país…
incluso el futuro que nos prometieron.
Mi mujer y la vida que comparto con ella
es ahora mi territorio.
Cada vez que nos besamos,
recuperamos cada cosa que perdimos.
Cada vez que nos despertamos
y deshacemos el nudo
en el que nos convertimos
cuando estamos dormidos,
volvemos a tener país.

Feliz 2020, Diana Sarlabous.
Por fin entendí, que tú eras todo 
lo que imaginaba conservar
cada vez que pensaba que el futuro.

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