24 diciembre 2019

El 24 de diciembre de 1983

Cayó sábado. Mis abuelos Aurelio y Atlántida, casi en secreto, siguieron celebrando la Navidad. Aunque en Cuba la habían prohibido trece años atrás, con el pretexto de la Zafra de los 10 Millones, ese día ellos no dejaron de poner a la mesa lo mejor de sí y todo lo que conseguían, por poco que fuera.
Entonces yo estaba en una escuela al campo en El Guanal, muy cerca de la Ciénaga de Zapata. Una noche, cuando ya todos dormían, me fui junto a unos amigos a montar caballos. Los tomábamos “prestados” del Plan Hortícola. Cuando volvimos a la escuela, el director (de apellido Fragoso), nos esperaba linterna en mano.
Perdimos el pase (el derecho a ir a casa el fin de semana). Eso quería decir que no estaría con Aurelio y Atlántida en la cena secreta. El viernes, cuando empezaron a salir los ómnibus, me despedí de mi novia de entonces como si me quedara para un combate. Esa ha sido una de las noches más largas de mi vida.
No conseguí dormir. Todavía oscuro, recogí mis cosas y, siempre a través de los platanales, emprendí la fuga. Ya en Horquita, le hice señas a un tractor que iba en dirección al Circuito Sur. ¡El tractorista era Sixto Hernández, uno de los ídolos de mi infancia, el mítico left field de Las Villas!
Le dije todo lo que significaba para mí y le rendí honores, pero él se limitó a responderme con unos gestos que nunca supe si eran de gratitud o de amargura. La resaca apenas le permitía mantener la vista fija en la maltrecha carretera.
No recuerdo el resto del viaje. Solo sé que esa noche no falté a la cena con mis abuelos y que, al volver a la escuela, me esperaba una nota en el expediente y la advertencia de que a la próxima me expulsarían. 
Siempre que llega esta fecha, de una manera o de otra, siento la extraña angustia que produce estar lejos de casa. Henry Reeve, aquel guerrero americano que dio la vida por Cuba libre en un monte de Yaguaramas, decía que uno no es del lugar donde nace sino del lugar donde muere. 
Como me niego a dejar de ser villareño y ya me creo cibaeño, decidí tener un pequeño Escambray en la Cordillera Central Dominicana. Ese monte ya es mi casa, mi Yaguaramas.
Solo así he podido volver a sentirme como en casa, cuando llega el 24 de diciembre.

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