El Uber nos dejó en el Turner Field. La dirección que buscábamos no aparecía en su navegador. Le preguntamos a un joven atleta y se encogió de hombros. Desorientados, Manuel Sosa y yo decidimos hacer lo que hacen los guajiros cuando pierden el rumbo: dar vueltas hasta volver a encontrarlo.
Cuando le dije que me pasaría unos días en Atlanta, le pedí que fuéramos juntos hasta ese pedazo de pared. Después de bebernos unos bourbon delante de una guitarra de Frank Zappa, salimos al encuentro de la historia. Apenas encontramos huellas del Fulton County.
En el lugar de la hierba ahora hay asfalto. Las líneas blancas ya no marcan el terreno de juego, sino la posición en que deben estacionarse los vehículos. Solo un lejano muro en forma de círculo y justo el pedazo de cerca por donde salió la pelota, delimitan el escenario de la hazaña.
El 8 de abril de 1974, Hank Aaron se convirtió en el más grande jonronero de todos los tiempos. En su primer turno al bate, en conteo de una bola sin strikes, le conectó un largo batazo a Al Downing, el abridor de Los Angeles Dodgers. La pelota le cayó en el guante a un pitcher de los Bravos que calentaba en el bullpen.
Con ese jonrón, el 715 de su carrera, rompió un record de Babe Ruth que muchos creían insuperable. Manuel corrió de espaldas y mirando hacia arriba, sin quitarle la vista a la pelota. Después de un último esfuerzo por capturarla, se quedó colgando de la cerca.
Intuitivamente, metimos los dedos entre los alambres. Lo hicimos como quien toca un objeto ritual. En Atlanta caía una fina llovizna y la temperatura era de 4º. Los dos nacimos en 1967; aunque ya pasamos de los 50, volvimos a ser niños durante el tiempo que permanecimos en el jardín central del Fulton County.
Gracias por eso, Manuel.
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