Obra dominicana del artista cubano José Bedia. (Cortesía de Lyle O. Reitzel Gallery) |
(Escrito para la columna Como si fuera sábado, de la revista Estilos)
Esta
semana me hicieron una pregunta que, como no la esperaba, fui incapaz de
responderla. Me la hizo uno de los obreros del edificio al que acabamos de
mudarnos. Durante los cuatro años que duró la obra entablé una entrañable
amistad con muchos de ellos.
Ninguno
me dice mi nombre. Un día uno me llamó Cuba y como no opuse resistencia, el
resto se apropió del apodo. Estábamos en un alero a 11 pisos del suelo,
buscando el origen de una inexplicable filtración, cuando me soltó la
interrogante.
—Cuba,
tengo algo para decirte —a pesar de que teníamos un abismo a nuestras espaldas,
hablaba cómodamente— ¿por qué tu viniste para un país que nos tiene jartos a
todos, si el tuyo es tan bueno y tan lindo?
Solo
se me ocurrió sonreír, como si me hubieran hecho un chiste y no un grave
cuestionamiento. Traté de darle varias respuestas, pero ninguna era del todo
honesta y preferí cambiar la conversación:
—Mira,
mira el anclaje del louver, creo que el agua entra por ahí.
En
verdad vengo de un país que a veces solo existe en el imaginario de algunos y
en la nostalgia de otros. Por un lado, están esos “revolucionarios”
recalcitrantes que pintan al régimen como una sociedad ideal, donde el
bienestar y la felicidad se distribuye a partes iguales.
Para
probarlo, publican en sus redes sociales fotos de estudiantes uniformados y
sonrientes o de médicos orgullosos de sanar a la patria y al socialismo. Con la
misma obviedad que la cereza cae encima del helado, citan alguna consigna y
maldicen al capitalismo.
Por
el otro, están los que admiten que los cubanos viven en la miseria más atroz y
sin la más mínima expectativa de futuro, pero que deben resistir, porque ellos
representan “un ejemplo de dignidad ante el mundo”, “el faro de América” o “la
victoria del pequeño y valiente David sobre el gigante y cobarde Goliat”.
Frente
a esas caricaturas está la Cuba real. Un país que ha ido envejeciendo de una
manera dramática porque los jóvenes se van o se niegan a tener hijos. Una
nación donde todos están obligados a pensar de una única manera para no ser
excluidos o condenados. Una cultura que se ha desfigurado a golpes de censura y
autocensura. Una identidad que se ha ido arruinando por las carencias más
elementales…
República
Dominicana tiene innumerables problemas. Eso es innegable. Pero los dominicanos
disfrutan de una democracia. Aún es frágil, es cierto, pero ya es una
democracia. La mayor prueba de ello soy yo mismo, que no nací aquí y he podido
decir lo que pienso, con la mayor libertad, desde el mismo día en que llegué.
Si
un cubano dice en su país un tercio de las cosas que yo —aun siendo extranjero—
he dicho de algunos líderes políticos dominicanos, con toda seguridad estuviera
en la cárcel acusado de traidor, mercenario, gusano y de todos esos atroces
calificativos que las dictaduras acaban instaurando para acallar a sus
ciudadanos.
¡Ya
tengo la respuesta para mi amigo obrero! Vine a República Dominicana porque
estaba jarto de vivir en un país “tan bueno y tan lindo” pero sin libertad.
Quería que mi hija creciera con el derecho de decir lo que piensa aun cuando no
tenga la razón.
En
uno de sus libros, Juan Bosch compara la pobreza de Santo Domingo con la
opulencia de La Habana. El genial cuentista se lamenta de que los dominicanos
no hubieran construido una capital como la de los cubanos. A medio siglo de
haber sido escrito ese ensayo, la realidad en ambas ciudades es inversamente
proporcional.
Por
eso, cuando los cubanos volvamos a tener una nación, yo quiero que se parezca a
República Dominicana. Ser libres vale mucho más que un libro o una medicina
gratis con la condición de permanecer amordazado.
1 comentario:
Tú lo has dicho, la libertad no se negocia...no debe negociarse.
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