(Escrito para la columna Como si fuera sábado, de la revista Estilos)
Para
algunos de los críticos más exigentes, “Strawberry Fields Forever” es una de
las mejores canciones de los Beatles. Fue compuesta por John Lennon y recuerda el
jardín de una casa donde él jugó de niño. Fue lanzada en un disco de 45 rpm junto
a la inolvidable “Penny Lane”.
“Déjame
llevarte a allá,/ porque voy a los campos de fresa./ Nada es real y no hay nada
para perder el tiempo./ Campos de fresa por siempre”, susurra la voz de Lennon
con el tambor de Ringo siguiéndole los pasos. Roque Díaz nunca ha oído esa
canción, sería impredecible su reacción si se le habla de rock sicodélico.
Mucho
antes de que amaneciera salimos de Santo Domingo. Diana, junto a un equipo de
BonAgro, sostendría un encuentro con uno de los campesinos que más ha
colaborado con la empresa desde su fundación. Cuando se trata de intrincarse en
el Cibao, sea por la razón que sea, me las ingenio para hallar una excusa y
enrolarme.
Aunque
la carretera de Casabito siempre promete una densa neblina, esta vez estaba
excesivamente traslúcida. Allá abajo, en el fondo del valle, una presa era un espejo del mundo abisal. En el colmado de don Roque aún sonaba una
bachata de la noche anterior. El café ya estaba servido.
Sus
manos callosas son como su sentido de la hospitalidad, siempre están al alcance
del que llega. Quería hacerle una entrevista, pero es tan elocuente que tuve
que ahorrarme las preguntas. La primera planta de fresa que sembró se la llevé
a un señor que las trajo de California. Todas las otras han sido por idea de
don Alfonso Moreno.
“A
don Alfonso le debo todo lo que soy. Porque él me dio el mejor consejo que se
le puede dar a un hombre: usted viva de su propio trabajo. Recuerdo como si
fuera hoy el día que me dijo eso”. Que sea un individuo rudo, acostumbrado a
doblegar a las montañas para que produzcan, no quiere decir que no llore,
incluso que sea de lágrima fácil.
Durante
décadas, Roque Díaz ha cosechado las fresas con las que Bon, una de las marcas
más queridas por los dominicanos, hace sus concentrados de frutas naturales.
Entre los surcos de su plantación, haciendo equilibrio en la empinada loma,
ofrece lo mejor que él sabe hacer: “Vea, pruebe esa fresa, vea qué calidad,
esta tierra es milagrosa”.
Cuando
uno lee la prensa dominicana, rara vez encuentra en sus páginas a gente como
Roque Díaz. Los corruptos, los mesiánicos, los ególatras, los manipuladores y
los parásitos, aunque son una minoría, siempre se las ingenian para acaparar
los titulares y las portadas.
Para
hombres como don Roque, que han producido felicidad por casi medio siglo,
apenas hay espacio. A Altagracia Genao, su mujer, la felicidad se le ve en el
rostro, pero se trata de algo que ella no sabría expresar, porque el estado
natural de las cosas no necesita explicaciones.
Ella
es quien nos dice que don Alfonso Moreno era como un padre para Roque: “Mire,
uno a veces tiene todo lo que necesita al alcance de sus manos, pero no es
capaz de producirlo, porque nadie te dice cómo hacerlo. Eso fue lo que hizo don
Alfonso. Nos ensenó que estas montañas, si uno las cuidaba y las sembraba, nos
harían ricos. No ricos de dinero, sino ricos de verdad… ¡Y eso es lo que somos!”.
Roque Díaz no sospecha que él vive dentro de una canción de John Lennon, tampoco le hace falta. Las bachatas y los merengues típicos que suenan en su colmado son más que suficientes. Lo demás, se lo dan la montaña y Altagracia, las dos mujeres de su vida.
Roque Díaz no sospecha que él vive dentro de una canción de John Lennon, tampoco le hace falta. Las bachatas y los merengues típicos que suenan en su colmado son más que suficientes. Lo demás, se lo dan la montaña y Altagracia, las dos mujeres de su vida.
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