En
los años 70 del siglo pasado, Cuba aún era el mayor productor mundial de
azúcar. Por el Paradero de Camarones pasaban a diario largos cargueros hacia la
Terminal de Azúcar a Granel Tricontinental de Cienfuegos. Eran trenes
rigurosamente vigilados.
Aunque
la producción de azúcar del país rondaba los 8 millones anuales, el régimen de
Fidel Castro la mantuvo siempre racionada. Las guayabas y los mangos se podrían
en las matas sin que las familias tuvieran la oportunidad de hacer una mermelada.
Por
eso, cuando un tolvero se detenía en el pueblo para esperar que la vía
estuviera expedita o cruzarse con otro tren, aquellos olorosos vagones se
convertían en una tentación. Si era de noche, las posibilidades de tener éxito
se multiplicaban.
Ni siquiera
los guardias que viajaban en el cabouse, armados con antiguas carabinas,
amedrentaban a los asaltantes. Un jarro de cinco libras era suficiente
recompensa. Con eso bastaba para hacer un caldero de mermelada y endulzar el
café hasta fin de mes.
En
Cruces, una anciana abrió una compuerta de una tolva creyendo que estaba vacía;
fue aplastada por 60 toneladas de azúcar a granel. En todos los pueblos de la
línea, desde Sagua la Grande hasta Palmira, habían mutilados; todos desoyeron la advertencia de que era muy
peligroso asaltar trenes en movimiento.
Estaban
rigurosamente vigilados, porque con ellos se pretendía pagar la enorme deuda contraída
con la Unión Soviética. Pero cada vez más cubanos se las ingeniaban para abordarlos.
Solo querían hacer mermelada, destilar ron casero o asegurar la dulzura de su
café.
Nada los detuvo. No los asustaba la posibilidad
de perder un brazo o una pierna, tampoco morir. Las propias tolvas parecían
alentarlos, en muchas de ellas el régimen había pintado una consigna: “¡Azúcar
para crecer!”.
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