(Escrito para la columna Como si fuera sábado, de la revista Estilos)
En
nuestra calle hay un colegio. Lo construyeron dentro de una antigua casa de
familia. Una de las primeras cosas que hicieron fue poner, en uno de sus muros,
un enorme cartel con los “valores humanos” (como desconozco los ‘valores
animales’ y los ‘valores vegetales’, sigo sin entender el móvil de la
aclaración).
Durante
los meses de vacaciones el colegio se mantuvo en obras. Aun cuando está en una
calle muy transitada y no cuenta con un solo parqueo, lo elevaron hasta tres
pisos. Es decir, violaron las más elementales normas de urbanismo. También se
mantuvieron laborando con ruidosas máquinas a deshoras y los fines de semana,
provocándole grandes molestias a toda la comunidad.
A
pesar de las constantes quejas, ni el director ni nadie se tomó la molestia de
responder o dar la cara. Aunque tienen a los valores ‘humanos’ pintados en su pared,
es obvio que aún no los han incorporados. Todo parece indicar que para ellos lo
importante es divulgarlos, no ponerlos en práctica.
Esa
disfunción entre el discurso y la práctica es visible a todos niveles de la
sociedad, desde las instituciones gubernamentales o las empresas hasta los
individuos. Hay compañías que llegan al paroxismo por tal de implantar una
cultura corporativa. Empiezan por disfrazar a sus empleados con trajes y
corbatas (en pleno fragor tropical) y acaban cayendo en un fundamentalismo
semejante al de las sectas religiosas.
Pero
eso no quiere decir que a la hora de cumplir sus deberes con la sociedad sean
igual de estrictos. Una cosa es la apariencia, lo que se ve, y otra muy
diferente lo que no se ve, es decir, lo que en verdad se es. Por eso a veces su
propio discurso se convierte en uno de sus principales adversarios, poniéndolos
en evidencia y denunciándolos.
Los
que más hablan de medio ambiente, a veces son los que más daños provocan al
entorno con sus operaciones. Los que suelen insistir en la honestidad, la
seriedad y la responsabilidad, a menudo son los que ofrecen el trato más
leonino a sus clientes y los que mejor se las ingenian para evadir impuestos y
dejar de cumplir sus obligaciones con el país.
Hace
unos días estaba en un semáforo, justo detrás de un lujoso vehículo que lucía un
pomposo cartel. Exhibía con orgullo el hecho de ser padre de un estudiante de
uno de los colegios más caros del país. Pero la fortuna que se gasta en la
educación de su hijo no ha sido suficiente. Antes de que llegara la luz verde,
se abrió una de las ventanas y por ella comenzaron a arrojar basura.
Le
importa su apariencia (el lujoso vehículo es una prueba de ello), le importa
invertir en la apariencia de sus hijos (por ello se ve en la necesidad de
divulgar dónde estudian), pero siente un enorme desprecio por su ciudad y por
los que comparten con él ese espacio; por eso lo ensucia sin el más mínimo
pudor.
El
colegio del que les hablaba al principio se vanagloria de que sus estudiantes
trabajan a través de un iPad. Esto, que me resulta tan incomprensible como la
aclaración de que los valores que siguen son ‘humanos’, es otra señal de que
cada vez es más importante parecerlo que serlo.
Lo
que debemos agradecerle a un colegio no es dónde escriben nuestros hijos, sino
qué escriben. Con el más humilde de los lápices se puede producir el mismo
contenido que con el más sofisticado artefacto. Por eso, en su libro “La
cultura del nuevo capitalismo”, Richard Sennet aboga por una revuelta contra la
superficialidad y las incosecuencias que vivimos hoy.
No se trata de pintar los valores en la pared,
se trata de compartirlos de la mejor manera que se pueden compartir:
poniéndolos en práctica.
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