(Escrito para la columna Como si fuera sábado, de la revista Estilos)
Pocas
cosas disfruto más que las discusiones sobre política cultural. Esa pasión se
la debo a los años que compartí con el equipo del Centro León, donde la
investigación y promoción de los valores y las identidades dominicanas es una
verdadera obsesión.
Una
sola actividad, la que pareciera más insignificante, podía provocar horas de
discusión entre sus organizadores. De todos aquellos debates la mayor lección
que me llevé es la certeza de que los dominicanos, como el resto de los caribeños,
no tienen una identidad sino muchas. Y como si fuera poco, todas ellas están en
constante construcción.
Es
por eso que me resulta inevitable decir lo que pienso sobre el proyecto de Ley
que Protege, Estimula, Preserva e Impulsa la Difusión de la Música Dominicana. Nunca
nadie ha tenido que obligar a un cibaeño a escuchar merengue típico.
El
Cibao suena a merengue típico desde que se levanta hasta que se acuesta. Y no
es porque alguien alguna vez se empecinó en que eso era lo que tenía que escucharse
en esa Región, sino porque ese ritmo la representa, dice lo qué ella quiere decir
y la hace moverse como ella quiere moverse.
Pero
no hay un mejor ejemplo que la bachata. Por más que la clase dominante haya
querido silenciarla. Por más que los propios gestores de la cultura oficial
(entre quienes siempre han sobrado los elitistas) trataran de ignorarla, los
dominicanos la hacen sonar por los cuatro puntos cardinales del mundo.
Ni
los comedidos japoneses, ni los glaciales finlandeses, ni los empecinados rusos,
ni los lejanos australianos… nadie en ninguna latitud ha podido permanecer
ajeno a un ritmo que es más contagioso que la chikungunya. Para lograr ese acto
cultural de impacto global, el Ministerio de Cultura no tuvo que mover un dedo.
En
los años 70 del siglo pasado el régimen de Cuba se esmeró en controlar la
difusión de la cultura. Censuró, persiguió, reprimió y confinó a escritores y
artistas que hoy están entre los más universales de la Isla. Esa ola de
represión le acabó costando a la revolución el divorcio con Jean Paul Sartre,
uno de sus mayores enamorados.
Entre
las medidas tomadas, figuraba una idéntica a la que propone el proyecto de Ley
dominicana. Solo que en Cuba, en esa época, dentro del porciento de la música
nacional no entraban artistas como Pablo Milanés y Silvio Rodríguez, cuyas
canciones eran llamadas ‘de protesta’ y provocaban todo tipo de recelos en los
funcionarios culturales.
Dos
hechos recientes: la prohibición de que Miley Cyrus se presentara en Santo
Domingo y el proyecto de Ley sobre la difusión de la música en la radio, me
hicieron recordar los años de mayor intolerancia en mi país. En su muro de
Facebook, el escritor Pedro Antonio Valdez se expresó de una manera clara:
“En
mi país, se vende y se promueve los libros de Vargas Llosa o de Coelho mil
veces más que los míos. Hay librerías en los que los libros de ellos son
bienvenidos y no los míos. Sin embargo, a mí me daría asco pretender que para
que yo sea leído y promovido como ellos, se aprobara una ley que obligara a tal
cosa. (…) Me daría vergüenza que mis libros fueran impuestos por el Estado”,
dijo.
A
Pedro Antonio le da vergüenza, pero a otros no y por eso hacen todo lo posible
por asegurarse de que los lean o los escuchen. Solo que no toman en cuenta
algo. Estamos en 2014. Hasta el dominicano más humilde lleva un playlist en su
celular.
Si
la Ley llegara a aprobarse, lo que acabará sucediendo es que cuando empiece a
sonar una música que al oyente no le gusta, se cambiará a su propia emisora. Todo
eso sin contar los absurdos que sobrevendrán: ¿La Fania All Star es dominicana
o extranjera, a qué porciento le cargamos una de las expresiones más
contundentes de la cultura caribeña?
La identidad no se promueve con porcientos sino
con acciones culturales.
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