(Escrito para la columna Como si fuera sábado, de la revista Estilos)
Peter
Pan apareció muerto en su casa de Tiburón, una península de la bahía de San
Francisco. Como padecía de una profunda depresión, desde el primer momento la
policía sospechó de un suicidio. Aunque las noticias insistían en que era Robin
Williams el fallecido, sigo viendo en su lugar al niño que vuela y lucha, sin
envejecer, por cada uno de sus sueños.
Cuando
la esposa de Williams se reunió con la prensa, fue escueta y conmovedora: “Esta
mañana perdí a mi marido, a mi mejor amigo. El mundo ha perdido a uno de sus
mejores artistas y a una bellísima persona. En nombre de la familia de Robin,
pido respeto. Cuando se le recuerde, que no sea por su muerte, sino por los
muchos momentos de gozo y sonrisas que nos regaló”.
La
muerte de Robin Williams me hizo recordar a mi abuelo. Cuando yo era niño, él
se quejaba de que los grandes genios del mundo se estaban muriendo. No olvido
la mañana en que abrió el periódico y se enfrentó al obituario de Charles
Chaplin. “Nadie, jamás, nos hará reír como él”, fue todo lo que dijo.
Tres
años más tarde, cuando el periódico trajo otra mala noticia, esta vez
acompañada de una foto de Alfred Hitchcock con un pájaro negro posado en el
hombro, lo cerró muy molesto, impulsado por una rara mezcla de rabia y dolor:
“Nadie, jamás, nos hará pasar sustos como él”, masculló.
Mi
abuelo solía leer el periódico después de ordeñar las vacas. Se daba un baño da
agua helada y se sentaba en su sillón preferido. El mueble estaba emplazado en
un sitio estratégico, de frente a la mejor vista posible de la mañana de mi
pueblo. Una vez allí, mi abuela le alcanzaba el diario y una taza de café
cubano, muy fuerte, oscuro como la tinta.
El
29 de agosto de 1982, le dio un puñetazo a la página cultural. De reojo, pude
ver una foto donde Ingrid Bergman sonreía con las mano izquierda hundida en su
cabello. Desconsolado, miró a mi abuela y le habló mirándole a los ojos, para
evitar que se pusiera celosa: “Nadie, jamás, nos enamorará tanto”.
En
1980, frente al edificio Dakota del Central Park de Nueva York, cayó el primero
de mis ídolos. Como vivía en Cuba, donde el rock and roll era considerado un
arma del enemigo, por semanas llegué a pensar que era un rumor, una maniobra,
alguna estratagema producto de la Guerra Fría. En la azotea de la escuela, con
un pequeño radio de onda corta, confirmamos la tragedia.
Por
muchos años John Lennon fue mi único ídolo muerto. Ahora, en cambio, ya acumulo
tantos como mi abuelo. Incluso algunos de mi misma edad, como es el caso de Kurt
Cobain, cuyo vacío es aún más grande, porque la mayor parte de su obra se quedó
sin hacer, es algo que debemos imaginar o escuchar dentro del silencio.
Robin
Williams no era mi actor preferido, pero hay actuaciones suyas que representan
una época de mi vida o marcan un momento clave. Personajes hechos por él
inspiraron cosas que luego escribí y que, por su puesto, no guardan ninguna
referencia con el punto de partida. Solo significaron el empuje, esa rara luz
que los antiguos llamaban inspiración.
Cuentan
que ni la ilusión de volver a interpretar a la señora Doubtfire, uno de sus papeles
más recordados, pudo animarlo. Aunque el proyecto ya estaba en marcha, la
depresión logró doblarle el pulso. Para despedirme de Robin volveré a ver Good
Morning, Vietnam; El club de los poetas muertos; Jumanji; Insomnia y,
por supuesto, Hook, esa donde el adulto Peter Banning acaba convirtiéndose en
el niño que siempre quiso ser.
El suicidio de Peter Pan me hizo recordar a mi
abuelo. Nadie, jamás, nos hará regresar a la infancia de la manera que él lo
hizo. Acompaño tu sentimiento, Campanita.
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