Hay ruinas dolorosas. El cine Ambassador, por ejemplo,
parecía estar dispuesto a resistir mucho más. En él vi películas que me
cambiaron la vida (cuando se tienen 15 años y se estudia teatro, una escena de
Woody Allen o de Francis Ford Coppola te puede trocar la cabeza para siempre).
Ahora está forrado de tablas viejas. En el lugar de sus
altísimas vidrieras crecen plantas parásitas, como si quisieran humillar al
edificio, reducirlo al más indigno de los olvidos. No lejos del Ambassador, en
la calle 50, está el cascarón de la bodega que fue de mi tía Monga. Un poco más
allá, los escombros siderales del cine Cosmos, donde mi tía Sixta me llevó a
ver a Sandokán.
Pero de todos esos vacíos ninguno me resultó tan doloroso
como la estación de Cienfuegos Carga. Allí estuvo siempre la oficina de mi
madre. En sus andenes, de niño, me aprendí el vocabulario y los gestos de los
ferroviarios. Aún recuerdo los nombres y las voces de aquellos hombres que andaban
con faroles aún debajo de sol abrasador.
No queda nada. Ni el alto techo de zinc de cuatro aguas, ni
la balanceante escalera de madera, ni los balcones a punto de perder el
equilibrio. Un vecino nos señaló el punto donde estaba la oficina del jefe de
patio y el muro que deba a los apartaderos donde una Pata de Palo (una vieja
locomotora alemana) armaba los trenes.
Cuando ya se iba, bajé la cabeza y le hice una última
pregunta. La dije en voz muy baja, para estar seguro de que no me oyera:
—¿Y dónde estoy yo?
3 comentarios:
Conmovedor, Camilo.
Muy triste..,no se lo que me espera.Ka
El Ambassador? el Cosmos? esos fueron junto al Metropolitan y el avenida los cines de mi infancia. No sabiamos que habiamos sido vecinos. Muy buen recuento. Luego hablamos. Abrazos.
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