He tenido varios perros, pero los dos que más he querido se llamaron Quino. En 1974, la perra de Chena, el dueño de la bodega y el cine, parió unos cachorros mitad pastor alemán mitad sabe Dios qué cosa. Mi abuelo Aurelio se negaba a que tuviéramos perros en casa, porque siempre morían atropellados por los trenes.
Vivir en una estación, aún cuando yo casi nunca los notaba, tenía sus inconvenientes. Me las ingenié, con la complicidad de mi abuela Atlántida, para que pareciera que la cachorrita había llegado al patio de la casa por accidente. “Quizás se le cayó a alguien de un tren”, dijo mi abuela mientras le daba leche. Aurelio aceptó al animal pero no la excusa.
Dos días después, su amigo Chena le preguntó cómo estaba la perrita que me había regalado. Le puse Laika, en honor al primer ser vivo que llegó al espacio. Me acompañó durante los años más felices de mi infancia. Corrimos por el potrero, perseguimos vacas y garzas. Aprendimos a entendernos con un alfabeto muy parecido al Morse. Pero al final mi abuelo acabó teniendo la razón. Un mal día salió corriendo de la casa y no tuvo espacio para seguir por el andén. Atravesó la línea principal en el momento en que pasaba un tren de carga.
Durante mis últimos años en Camarones, tuve a Quino I. Era también un cruce de pastor alemán con otra que se diluyó en la elegancia de la primera. Quino I se convirtió en toda una celebridad entre los pasajeros que esperaban su tren en el andén. Daba unos saltos increíblemente altos y era capaz de atrapar a una gallina en cuestión de segundos. Con él también corrí por el potrero, pero ya no tenía la candidez que se requiere para empinar un papalote.
Quino II sí era de pura raza: un american skimo hijo de campeones. Pero una malformación en sus dientes lo sentenció a muerte. Zilma logró que no lo sacrificaran y se lo vendieran a muy bajo precio. En un abrir y cerrar de ojos se convirtió en el centro de la casa. Dejamos de ir de vacaciones por tal de no dejarlo solo. Siempre se las ingeniaba para estar con todos a la misma vez y tenía ese raro instinto de los lobos de vigilar el punto que nadie estaba vigilando.
Un absurdo accidente le costó la vida. A partir de hoy el mundo de todos nosotros no tiene a Quino. Cuando lo cargué, ya moribundo, tenía la esperanza de que algo, así fuera el dedo del personaje de Pushing Daisies, lo salvara. Ana Rosario trajo de Europa una foto suya junto al sepulcro de todos los perros de un rey. La tumba de Quino es invisible, es el silencio enorme que se escuchará de ahora en adelante, cada vez que un extraño toque a la puerta.
Vivir en una estación, aún cuando yo casi nunca los notaba, tenía sus inconvenientes. Me las ingenié, con la complicidad de mi abuela Atlántida, para que pareciera que la cachorrita había llegado al patio de la casa por accidente. “Quizás se le cayó a alguien de un tren”, dijo mi abuela mientras le daba leche. Aurelio aceptó al animal pero no la excusa.
Dos días después, su amigo Chena le preguntó cómo estaba la perrita que me había regalado. Le puse Laika, en honor al primer ser vivo que llegó al espacio. Me acompañó durante los años más felices de mi infancia. Corrimos por el potrero, perseguimos vacas y garzas. Aprendimos a entendernos con un alfabeto muy parecido al Morse. Pero al final mi abuelo acabó teniendo la razón. Un mal día salió corriendo de la casa y no tuvo espacio para seguir por el andén. Atravesó la línea principal en el momento en que pasaba un tren de carga.
Durante mis últimos años en Camarones, tuve a Quino I. Era también un cruce de pastor alemán con otra que se diluyó en la elegancia de la primera. Quino I se convirtió en toda una celebridad entre los pasajeros que esperaban su tren en el andén. Daba unos saltos increíblemente altos y era capaz de atrapar a una gallina en cuestión de segundos. Con él también corrí por el potrero, pero ya no tenía la candidez que se requiere para empinar un papalote.
Quino II sí era de pura raza: un american skimo hijo de campeones. Pero una malformación en sus dientes lo sentenció a muerte. Zilma logró que no lo sacrificaran y se lo vendieran a muy bajo precio. En un abrir y cerrar de ojos se convirtió en el centro de la casa. Dejamos de ir de vacaciones por tal de no dejarlo solo. Siempre se las ingeniaba para estar con todos a la misma vez y tenía ese raro instinto de los lobos de vigilar el punto que nadie estaba vigilando.
Un absurdo accidente le costó la vida. A partir de hoy el mundo de todos nosotros no tiene a Quino. Cuando lo cargué, ya moribundo, tenía la esperanza de que algo, así fuera el dedo del personaje de Pushing Daisies, lo salvara. Ana Rosario trajo de Europa una foto suya junto al sepulcro de todos los perros de un rey. La tumba de Quino es invisible, es el silencio enorme que se escuchará de ahora en adelante, cada vez que un extraño toque a la puerta.
2 comentarios:
Ya tocaron a la puerta, ya sentimos el inmenso dolor del silencio. Lo peor es que es en esta puerta, solo en esta, donde se oirá para siempre el silencio
Zilma y Ana Rosario
Me ha emocionado mucho este comentario. Y coincidimos también en la devoción por el perro. Tengo un perrito que ya cuenta 13 años. Desde hace tres años he renunciado a mis anheladas vacaciones de dos semanas en París o Roma por no dejarlo solo al cuidado de un extraño. Lo tengo rodeado de comodidades y como ya es tan viejo, no quiero privarlo de los pequeños placeres que yo únicamente puedo proporcionarle. Si muere antes que yo, volveré a viajar. Mientras viva, estaré con él. Muchas gracias. Este blog es muy agradable, piensa como yo pero sin la vehemencia que hiere la sensibilidad en otros blogs anticastristas. Felicidades.
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