Andrés Calamaro es incapaz de complacer a nadie. Disco tras disco, el cantante argentino (¿o debo decir otro oficio?) trata de nadar, con el mayor esmero posible, contra la corriente. A estas alturas del partido, Andrés ha hecho de todo, de todo menos lo que los demás esperan que él haga.
Vagabundos, borrachos, prisioneros, prostitutas, desilusionados, apátridas, verborrágicos, renegados, nostálgicos y seres de la más insospechada calaña son los que, a través de él, le cantan a cosas tan sencillas como la libertad y la felicidad.
Andrés Calamaro no será nunca un ícono, tampoco un clásico, él es apenas un ser indispensable que en su más reciente canción acaba de poner a su corazón en venta. Lo dice sin cargos de conciencia, con la misma desfachatez que el salmón nada río arriba, directo a las fauces del oso paciente e insaciable.
Vagabundos, borrachos, prisioneros, prostitutas, desilusionados, apátridas, verborrágicos, renegados, nostálgicos y seres de la más insospechada calaña son los que, a través de él, le cantan a cosas tan sencillas como la libertad y la felicidad.
Andrés Calamaro no será nunca un ícono, tampoco un clásico, él es apenas un ser indispensable que en su más reciente canción acaba de poner a su corazón en venta. Lo dice sin cargos de conciencia, con la misma desfachatez que el salmón nada río arriba, directo a las fauces del oso paciente e insaciable.
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