Puedo describir con lujo de detalles la única arma que he tenido en mi vida. Era una escopeta de palo con dos tiras de goma que disparaba tapas de refrescos. Participé en incontables asaltos a los trenes que llegaban a mi pueblo. Lo estuve haciendo hasta que Barbarita, la madre del Chiqui, se lo dijo a mi abuela Atlántida y me condenaron un mes entero de castigo.
Nací en un país donde el servicio militar es obligatorio y donde hay unos carteles inmensos en los que un señor muy viejo con unas barbas enormes grita una consigna: “¡Cada cubano debe saber tirar y tirar bien!”.
Pero mis pies planos me eximieron de los concentrados militares y de las movilizaciones a los polígonos de tiro. De manera que no tuve que acudir al desacato para llegar hasta el día de hoy sin haber apretado un gatillo. Lo que hubiera empezado siendo un acto de rebeldía, acabó convirtiéndose, poco a poco, en una postura ética.
Soy un hombre desarmado, esa convicción es mi única defensa.
Nací en un país donde el servicio militar es obligatorio y donde hay unos carteles inmensos en los que un señor muy viejo con unas barbas enormes grita una consigna: “¡Cada cubano debe saber tirar y tirar bien!”.
Pero mis pies planos me eximieron de los concentrados militares y de las movilizaciones a los polígonos de tiro. De manera que no tuve que acudir al desacato para llegar hasta el día de hoy sin haber apretado un gatillo. Lo que hubiera empezado siendo un acto de rebeldía, acabó convirtiéndose, poco a poco, en una postura ética.
Soy un hombre desarmado, esa convicción es mi única defensa.
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