¡Increíble, ya estamos en el 2007!, dijo y cerró los ojos. Todos los años mi madre lo repite esa frase con extrema puntualidad. Siempre la dice el mismo día y a la misma hora el mismo día y a la misma hora. Cada 31 de diciembre, a las doce de la noche, Lérida Yero dice el número del año que acaba de empezar y lanza un cubo de agua por la borda de la casa. Luego hace una extensa reflexión sobre cómo se alejan cada vez más esas cosas que siempre parece que fueron ayer.
Para colmo de males, la lejanía del pasado es directamente proporcional a la del futuro, aunque con un agravante: pocas veces nos importa. En la misma medida que nos desprendemos de eso que sucedió hace un lustro, una década o un cuarto de siglo, nos encogemos de hombro por lo que pueda pasar a esa misma distancia, pero hacia delante. En 2006, una querida amiga me regaló un calendario con las fases de la luna.
Es un diseño de Irwin Glusker que el Museo de Arte Moderno de New York reproduce cada 365 días. A finales de agosto, mi amiga me hizo llegar el de 2007. El 31 de diciembre, mientras mi madre decía su frase, yo quité las lunas pasadas y puse las porvenir. Ellas serán mi primer ejercicio para no seguir pasando de largo. Se trata de ponerle frenos a ese afán por vivir el día a día y no mirar hacia atrás o hacia delante.
La primera luna llena fue mi punto de partida. La descubrí un poco más allá del Jaragua. Era enorme y flotaba sobre el agua. Luego, busqué su lugar exacto en el relieve del calendario. Luna tras luna haré lo mismo. Se trata, más que nada, de estar mejor preparado para cuando mi madre diga: ¡Increíble, ya estamos en el 2008!
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